martes, 1 de diciembre de 2009

Viento de levante


El viento de Levante había arrastrado las nubes lejos de allí y ahora mecía los arrozales que circundaban la albufera. A lo lejos, los coches que llegaban desde El Saler o Cullera parecían deslizarse sobre una alfombra de color verde brillante. Quieto, junto a la acequia, miraba a su alrededor sin detenerse en ningún detalle, como queriendo mezclarse con todos ellos. Bajo un cielo intensamente limpio y azul, notaba el calor del sol en su piel mientras la calle olía a paella y a mar.
¡Es curiosa la fuerte impronta que dejan los sentidos en nuestra memoria! ¡Con qué suavidad son capaces de llevarnos tan lejos!


Al día siguiente dejó el hotel después de desayunar. Antes había llamado a sus padres. Les había mentido otra vez. Ahora les dijo que llegaría a cenar. Si ellos supiesen que había llegado a Valencia veinticuatro horas antes y que se había hospedado en un hotel no lo entenderían, pero a buen seguro se enfadarían con él. Y, en realidad, era tan sencillo como considerar que simplemente necesitaba tiempo. Tiempo para recorrer las calles que habían guiado sus pasos años atrás, y para visitar los lugares que no había visto desde hacía tanto y para redescubrirse de nuevo en ellos. No, no es lo mismo llegar para pasar un fin de semana que regresar al fin, veinte años después, y hacerlo para quedarse. Claro que ahora, caminado por la plaza de la Virgen y la calle de Caballeros... no lo tiene tan claro.

Aquella mañana extra conseguida con mentiras, paseó por las calles de siempre, comió un arroz al horno en un restaurante del centro… y estuvo un buen rato dando vueltas por una Valencia que no le era enteramente nueva pero que tampoco tenía el aspecto de la ciudad que llevaba en su recuerdo.
A las ocho de la noche se plantó frente a la puerta del patio de la casa de sus padres, sacó la llave y abrió.


Desde que su esposa se fue de casa con los niños, él no ha dejado de llamar a sus padres ni una sola noche y en todas esas llamadas su padre, antes de colgar el teléfono, siempre le ha hecho la misma pregunta: ¿Estás solo, hijo? Como el viento al arrastrar las hojas del otoño, la ruptura de su matrimonio hizo que todo cambiase de sitio para volverse a colocar.


Todo se parecía pero nada era lo mismo. Era como si sus padres se hubieran transformado en niños demandantes de toda la atención... sin desdeñar por eso la patria potestad y el poder de decidir por él... No, nada era igual y sin embargo había como un empeño en todo por aparentar que nada había cambiado... ¿Y si fuese sólo él?



Es domingo y el viento de levante empuja las palmeras de la avenida. Él las observa agitarse desde el otro lado de la ventana. Las ve zarandearse sin ofrecer resistencia, arquearse y volverse a levantar. Una y mil veces. Con cada embestida. Como aquellos juncos del cauce del Túria, con los que jugaban de niños durante la Pascua.



Al principio aguantó, pero cuando le echaron del trabajo todo se complicó y se precipitó de repente.
Llamó a sus padres, preparó las cosas y decidió regresar a la ciudad en la que había nacido, sin darse cuenta de que en realidad estaba escapándose de nuevo.
Pero se fue y volvió.



Las persianas, empujadas por el viento de levante, golpean los cristales. Él está solo en el comedor, sentado en el sofá de flores azules y grises. No ha cenado ni tampoco ha comido bien. Tiene frío. Los olores que vienen de la cocina no son los que recuerda, ni tampoco los sonidos que envuelven la casa y le circundan le resultan familiares. El pasillo ya no huele a arroz con pollo ni a sepia a la plancha, a carne con patatas. Ya no se escucha la radio ni a los niños del piso de arriba corriendo de un lado para otro.
Entorna los ojos y ya no es capaz de ver el sillón orejero en el que se sentaba su padre cada noche después de cenar.



A la mañana siguiente se levanta y hace las maletas.
Les dice que le llamó su abogada a primera hora y que debe regresar a Barcelona a la mayor brevedad posible.
Desayuna con ellos y les da un beso. A su madre, en el comedor y su padre, en el descansillo de la escalera. El anciano quiere acompañarle hasta el ascensor, pero está cansado. Se apoya en el marco de la puerta del piso y le ve marcharse sin decirle nada. Le observa mientras espera. Abre y se despide con un gesto.
El hombre escucha el ruido del motor ponerse en marcha y detenerse.
Espera un instante en silencio junto a la puerta abierta.
Entra en la casa.
Cierra.
Echa la llave.
Le da dos vueltas.

lunes, 16 de noviembre de 2009

vacaciones francesas


Antón cerró la reserva del viaje poco antes de las tres de la madrugada y después de valorar múltiples propuestas, varios días de partida, vuelos y horarios y, también, diferentes hoteles con las más diversas localizaciones y ambientes. Si no se presentaba ningún imprevisto de última hora, llegarían a París a las 10 de la mañana del primer martes de agosto y regresarían a Barcelona el domingo siguiente, hacia las ocho de la tarde y en vuelo directo Orly-El Prat. Ir un martes y regresar un domingo resultaba más barato que salir un lunes, por ejemplo, y regresar un sábado, o cualquier otra de las combinaciones posibles. Cinco noches y seis días, ofrecían un precio razonable y tiempo suficiente para ver lo más importante. Aunque Antón, ya había estado en París en otras ocasiones, sería la primera vez que pasaría más de cuatro noches seguidas.

Desde el primer momento en que oyó hablar de París y la vio, en la pantalla de un cine de estreno de Valencia, la ciudad ha ejercido sobre él una atracción especial. Cuando su hijo, un chiquillo de doce años totalmente entregado, le pidió pasar las vacaciones en la ciudad de la luz, aceptó sin rechistar ni pararse a pensarlo. Fue después, con la reserva abierta en la pantalla del escritorio, cuando empezó a considerar todas esas maravillas que quería mostrarle al chico, y el mejor modo de hacerlo.
Lo ideal sería ir sin prisas. Saborearla poco a poco. Evitar que se agobiara.
Unos días más tarde, el penúltimo domingo de julio por la mañana, Antón despejó la mesa del comedor, se preparó un café y se puso a ordenar y listar los museos y monumentos que podrían visitar durante los cuatro días que tenía pagados con el pase “visita” que compró la segunda vez que estuvo en la oficina de turismo francesa a requerimiento de Javier. La primera, y siguiendo su máxima personal de no agobiarle, sólo se atrevió a comprar una entrada para el museo d’Orsay. Cuando tuvo que regresar por deseo expreso de su hijo, más que vergüenza sintió un estúpido orgullo que no se esforzó por ocultar.
Ya juntos, y tres días antes de la salida, echados sobre el tatami del comedor (un colchón de 80 que iba y venía), fueron ordenando las posibles visitas, y codificándolas por interés, barrios e itinerarios. Luego, puntuaron las propuestas según el deseo de cada uno de los dos para establecer la escalera de prioridades.
“Al Orsay le pongo un diez. Sabes que lo considero imprescindible.”.
“Yo el diez se lo doy al Louvre”, señaló Javier.
“El arco del triunfo también hay que verlo. ¡Un ocho!”.
“Mi ocho se lo doy al Sacré-Coeur, por las vistas.”.
Los fueron colocando uno detrás del otro, y después contrastaron su lista con la que venía detallada en la guía que compraron esa misma mañana temprano y que llevaba por subtítulo: “Las 25 mejores visitas de París”.
Les sobraron siete y les faltaron dos.



“Javier, anda, coge ese bolígrafo y apunta lo que hemos visto hoy en nuestro primer día en París. Primero,”, comenzó a enumerar Antón sin perder de vista la guía para que le sirviese de ayuda, “la torre Eiffel desde los jardines del Trocadero y las escaleras del palacio de Chaillot (iremos a verla de cerca la última noche). Luego, paseando junto al Sena, hemos ido a parar hasta el Pont d l’Alma (donde Lady Di, ya sabes), y tras ver los Campos Elíseos (Dónde ponen la meta del Tour), hemos estado un rato en la plaza de la Concorde (esa que sale en Ratatouille y que yo te decía que era mucho más grande. ¿A qué tenía razón?). Luego, paseamos por la rue de Rivoli (la de las tiendas) y el Louvre. A la derecha tuvimos los jardines de las Tullerías. Después, tiramos a la izquierda y subimos hasta el teatro de la Ópera y sin detenernos, caminamos hacia Pigalle y Montmartre (donde los poetas y los pintores). Ir desde la plaza de las Abadesas hasta la del Teatro, te aseguro que ha sido la etapa más dura del viaje hasta el momento. ¡Y eso que acabamos de empezar!¡Pensé que no llegaba! Pero valió la pena llegar arriba y beber agua en aquella fuente del chorrito (que no había manera de beber) y sentarnos en las escaleras del Sagrado Corazón para contemplar París al anochecer. ¡Yo estaba realmente hecho polvo! Pero me parece que tú también lo estabas… Hicimos bien con venirnos para acá. ¡Y suerte que pudimos comprar agua fría en el Carrefour de Pigalle, cuando íbamos a ver el Moulin Rouge aprovechando que lo teníamos tan cerca... Hubiese alargado nuestro primer día en París... Pero el viaje, los nervios…
“¡Veintiuna paradas y dos trasbordos y en casa!
“Eso es lo bueno que tiene París: el metro. Casi sin darnos cuenta estábamos ya en Marcel Sembat, en el corazón de Boulogne Billancourt y cerca de Roland Garrós…”.

Cuando Antón levantó la cabeza de la guía vio a Javier dormido sobre la cama. En realidad llevaba durmiendo ya un buen rato aunque él no se había dado cuenta repasando todo lo que habían visto a su llegada a París. En realidad, el chico llevaba dormido desde los jardines de Trocadero. Cerró los ojos, apoyó la barbilla sobre las manos cruzadas colocadas en lo alto del pretil del Sena. Y se durmió.

Lo cierto es que vinieron más días.
Quizá pocos para ver todo lo que hay que ver en París.

El segundo día se ajustó a un férreo programa itinerante, ya preestablecido. Y también el tercero y el cuarto. Siguiendo las indicaciones de la guía y del listado que habían hecho, vieron diecinueve de las veinticinco visitas “obligadas” y dos campos de fútbol. Disfrutaron del museo del arte asiático, de la casa museo de Eugène Delacroix en el número 6 de la rue de Furstember, del de historia, del Pompidou y de les Halles y sus tiendas. Estuvieron en la Shakespeare & Company, en el barrio latino, en alguno de los bulevares y en los jardines de Luxemburgo. Y se hicieron fotos en las puertas del Olympia y del Lido. Vieron el Panteón, la iglesia de la Madelein, la Comedie y el Hotel du Ville, desde las calles. Y también la Sainte Chapelle que tanto le impresionó, la Conciergerie y el Pont Neuf; y el Rodin, los inválidos y el museo militar; las ruinas romanas, la catedral y Saint-Denis. Pasearon por la Vendôme, cotillearon el Ritz y compraron perfume en la rue de la Paix… Cenaron en la calle Huchette y en el Pomme du pain y en el Quick de Campos Elíseos. Pasaron calor y tuvieron fresco. Y hasta llegaron a contemplar la luna roja de agosto, detrás de Nôtre-Dame, sobre las aguas del Sena al son de unas canciones de jazz en uno de sus puentes…

Ahí estaba todo en cada rincón, en cada esquina y en cada buhardilla sobre los tejados de pizarra y los meandros del río bajando apacible hacia el mar… Allí estaba la tímida voz de Mimi y los vahídos de Camile, los amarillos de van Gog y los rostros de Lautrec. La elegancia innata de Sabrina, el encanto de una cara con ángel y la vida en rosa y en gris y en azul, camino de Casablanca; la juventud de Gigi, los pasos de baile de Fred Astaire o de Gene Kelly, la sexualidad desbordada y rotunda de Lorelai y la turbación contenida de la Binoche. La simplicidad de Tati, los aromas de Chanel y de Dior… y el exótico encanto de Josephin Baker y la desgarrada voz de Piaf… Todo estaba ahí, pero Javier aún no se había dado cuenta…


La última noche que pasaron en París estuvieron bajo la torre Eiffel.



Luego, antes de regresar al hotel, se sientan en las escaleras del palacio de Chaillot, una vez más; y Javier cumple uno de los sueños que ha estado arrastrando todos esos días y saborea una exquisita crepe de chocolate, frente al Campo de Marte.

Mañana descubrirá le Marché aux Puces y no dará crédito a las cosas que verá y que no imaginaba poder llegar a ver en París.
Comprará unos pantalones vaqueros anchos de rap por un precio increíble y una larga camiseta morada, de una marca que no ha encontrado en Barcelona. Después, un joven grande y negro, con una gorra como la suya, chocará su mano en el aire y entonces y de repente, se producirá ese milagro que casi pasa desapercibido.


“¡Papá, tenemos que volver a París…!”, dice camino del aeropuerto.

¡Y queda pendiente!

martes, 3 de noviembre de 2009

quieta








Resultaba muy duro verla sentada en la mecedora junto a la ventana del cuarto de estar, esperando. Adelante y atrás. Atrás y adelante. Todas las mañanas y buena parte de cada tarde…
Cuando su nieto llegó del colegio se le acercó y se puso de rodillas frente a ella. La miró a los ojos sin tocarla ni decirle nada. La estuvo observando un buen rato. Alfonsina, entonces, se balanceó algo más deprisa y su rostro pareció perder la tensión por un instante. Aflojó las cejas y los labios. Incluso abrió el pequeño puño que tenía muy prieto y su mano abierta agarró, en silencio, el brazo del balancín de madera, en el que estaba sentada.
Pero no miró al muchacho. Su mirada, fija, permanecía muy lejos de aquella casa y de las gentes que la habitaban. Aunque eso a él no le importaba. Fue hasta la cocina, se preparó la merienda y volvió a la sala de estar. Puso la tele y se sentó en el suelo, encima de la alfombra. Detrás seguía escuchando el ir y venir monótono de la mecedora. Hacia atrás y hacia delante. Mordió el pan y un trozo de chocolate cayó sobre el suelo. Lo recogió y se lo metió en la boca a escondidas, después de mirar hacia atrás por encima del hombro.
Cuando acaben los dibujos irá a buscar la cartera y hará los deberes.
Y mañana, cuando regrese del colegio, se acercará hasta su abuela y la besará en la frente como lo hizo hoy al marcharse.
Como hará dentro de un rato, antes de acostarse.
¡Aunque no se lo diga, sabe que le mira por el rabillo del ojo!

domingo, 12 de julio de 2009

Penélope ya no teje aquí


Nunca imaginé que pudiese ocurrirme una cosa como la que me está pasando. Pero sucedió. Y lo hizo de improviso, pillándome desprevenida.
¡Por favor, no me mires de esa manera! Te aseguro que soy absolutamente sincera al decirte lo que te estoy contando. Jamás me pasó por la cabeza algo así. Y lo peor es que, aunque tú no lo creas, pese al rechazo que me produce, aquí me tienes: esperando.
No, no levantes las cejas de ese modo ni pongas esa cara y acércame aquel vaso, aquel que tienes a tu derecha.
Lo sé, perdóname. No me lo puedes traer.
Es la fuerza de la costumbre, supongo. Mi estúpida manera de hablar.
¡Hoy tampoco tengo ganas de levantarme!
¡Ya ves! me sentía fuerte en mi mundo; creyendo que lo tenía todo controlado… Y de repente… aparece… se abalanza sobre mí y se me pone al alcance de la mano. Vale, tienes razón. Lo admito. Al alcance de mis dos manos, y también de mis pechos, y de mis labios, y de…
Cada tarde, salía de casa al esconderse el sol y sabes muy bien que nunca regresaba sola. Daba lo mismo que me pusiera en la rotonda de la carretera de Vilanova al Arborç o que diese unos pequeños paseos cerca de la playa larga. Lo mismo se me acercaban unos muchachos inexpertos de esos que no se atreven a mirarte a los ojos y que contentas fácilmente; que esos casados, mucho más exigentes, que buscan algo más de imaginación por unas pocas monedas, y que se pasan el tiempo pendientes del reloj y metiéndote prisa con los preámbulos.
Yo, lo sabes, prefiero los maduros solitarios. Los que precisan que los trates con suma habilidad para lograr un suspiro agradecido y unas gotas de placer. ¡Que orgullosa me sentía al tenerlos completamente…!Y sabes que no voy de farol ni intento convencerte de que conozco muy bien mi oficio!
¡Todo iba bien hasta que él se me cruzó!
Cuando se acercó a mí y me miró de aquella manera, todo mi cuerpo se echó a temblar como si fuese una chiquilla y no pude evitar verme forzada a cerrar mis ojos. Hasta ese preciso instante mis…, digamos, “contactos” habían sido exquisitamente profesionales. Cuidadosamente profesionales. Conocía a la perfección el instante justo en el que poner un suspiro y el ritmo ascendente de un jadeo que lograse estimular una libido ya entibiada hacía tiempo. Sabía cuando apretar los puños y cuando extender los dedos de los pies al notar que ellos… Nunca quise una mirada que yo no hubiese vendido antes.
¡Pero, ya ves! No pude evitar que mi cuerpo temblase de ese modo adolescente cuando él me miró ni no sentir como mi piel se iba transformando con sus caricias en una blonda transparente que me iba desnudando bajo la yema de sus dedos; por vez primera ante un hombre.
Y por eso sigo aquí, echada sobre mi cama y esperando.
No puedo ausentarme.
Él podría volver en cualquier momento.
Mis clientes fijos saben donde encontrarme y acuden sin que salga a buscarlos. Abren la puerta y me encuentran tumbada sobre la cama, abierta de par en par… Puede que empiecen a echar de menos mis caricias y mi ternura complaciente y aprendida… Pero aún me buscan, todavía desean perderse dentro de mí.
¡Maldito espejo, no me mires de ese modo! ¡No sientas lástima por mí! Siempre sospeché que acabarías vengándote de mí.
Y el caso es que nunca te necesité. Me bastaba a mí misma, conocía bien el brillo de mis ojos, el color de mis labios...
Y ahora… Dime, ¿de que me sirves ahora; de qué te sirvo yo a ti?
¿Han llamado al timbre?
Debería levantarme de la cama pero no tengo ganas. Tengo miedo de que sea él y al mismo tiempo temo que no lo sea.
Llevo demasiado tiempo aquí sola… Contigo ahí, frente a mi cama, sin moverte, sin dejar de mirarme en todo el día.
¡Si al menos te dieses la vuelta!

martes, 26 de mayo de 2009

Un toque angelical


El viento silbaba por entre las estrechas callejas del pequeño villorrio situado en la parte más alta de la más elevada montaña de la comarca del norte.
Las plomizas y panzudas nubes se alejaban, sin prisa, del lugar después de haber anegado corrales, hogares, campos de secano y barbechos. Un etéreo rayo de sol se coló, osado, por entre las ramas de los olivos en flor, tocando al paisaje con un brillante rastro de luz amarillenta.
Pese a todo aquel barrizal, yo caminaba calle arriba.
Deprisa.
Nadie se atrevió a decírmelo.
La aldea se mostraba ante mí más vacía que nunca. Tuvo que ser Ángela, mi vecina de al lado, siempre dispuesta a afrontar con valor y resignación las peores noticias de los demás, la que se prestase a hacerlo.
Me alcanzó por la espalda, a traición y a bocajarro. Y sin tacto alguno ni ponerme en aviso, me lo soltó allí mismo, en medio del callejón.
Juro que vi acercarse mi última hora.Y, aunque no recuerdo bien sus palabras exactas, al son de su voz nerviosa, noté como me resbalaba el alma por la espalda hasta llegar hasta mis pies mojados y de tal manera que acabé enredándome con ella. Tropecé y me caí allí mismo. En redondo, como un fardo. Mas debo confesar satisfecho y sin pudor ni vergüenza, que sólo se me rompió la crisma, sabiéndome sólo, y que no se me partió el alma, porque teniéndola como la tenía, tan abajo, fue su caída pequeña, desde los tobillos al suelo del callejón de los presagios

jueves, 21 de mayo de 2009

Los jueves por la tarde


Como todos los jueves por la tarde, Miguel jugaba con su gata en el comedor de la hermosa casa. Con esa inocencia de la edad temprana, el crío atrapaba con fuerza la cola del felino entre sus manos y la lanzaba por los aires para verla caer sobre sus cuatro patas; aunque no siempre lo consiguiese. Grande era la paciencia del animal que soportaba, estoicamente, todos y cada uno de los excesos infantiles de un niño que tenían todos por bueno y agradable.
Como todos los jueves por la tarde, Miguelón, su tío, llegó más tarde que el resto de los días de la semana. Se detuvo en medio del pasillo y les miró desde la puerta. Le gustaba verlos jugar a los dos, gata y sobrino, en medio del gran salón comedor con el parquet arañado por el arrastre de las ruedas de los coches de Miguel, a los que solía dejar sin neumáticos. Sonrió y entró dando unos pasos largos. El chico le miró y la gata aprovechó el descuido para escapar, maullando, hacia el cercano bosquecillo que rodeaba la casa.

Como otras tantas tardes, Miguel y Miguelón jugarían juntos un rato antes de cenar.

“Algún día, Miguel, la gata te hará daño. ¡Es un animal hosco y de mal genio!”, le dijo cogiendo su carilla redondeada entre sus grandes manos, mirándole fijamente a los ojos.

Antes de que su tío le preguntase, como hacía casi todos días, acerca de los sueños que tuvo la noche anterior, Miguel, hincando las punteras de sus zapatos sobre los pies, los tobillos, las espinillas y las rodillas y los muslos de Miguelón, alcanzó su regazo, se sentó y le miró a los ojos con mirada chispeante y con un mohín picarón.

“Anoche, tío, soñé que iba por un bosque muy parecido al nuestro pero que estaba muy oscuro. Yo volvía solo del colegio por el pequeño sendero que bordea el río. La tía se había quedado en el mercado. Cada vez estaba más cansado y sentía hambre y sueño. Me costaba caminar por aquellos senderos empedrados y estrechos. Fue entonces, cuando a lo lejos, entre los árboles, en un claro del camino, vi una luz. Seguí caminando y llegué hasta una pequeña casa con las luces encendidas”, e iba alargando las palabras al hablar. “La casa era pequeña, de madera, con las paredes pintadas de amarillo y las cortinas a cuadros verdes y blancos. Al asomarme vi una chimenea humeante en el comedor. Me dirigí hacia la entrada. Al acercarme para llamar, me di cuenta de que la puerta estaba abierta y empujé. Entonces, sobre el sofá de rayas azules que había junto a la chimenea…”
“No me mires así”, cortó Miguelón con la voz quebrada y el labio inferior temblando. “No vayas a pensar mal”, dijo secándose el sudor de la frente con su mano ruda y ancha.” Te aseguro que yo no estaba haciendo nada malo en la casa del bosque con aquella mujer morena que no era tu tía”.

viernes, 1 de mayo de 2009

Punto de encuentro


Se acercó al espejo ovalado del cuarto de baño y con el meñique de la mano izquierda perfiló su grueso labio inferior. Martina se había maquillado los párpados en unos brillantes tonos ocres; y el lagrimal y el arco debajo de la ceja en un tono hueso. Llevaba los labios pintados de rojo pasión, el cabello muy negro y suelto y la cara tan pálida como la luna llena que asomaba por detrás de los edificios más altos de la ciudad.
No, Martina no era guapa. Sin embargo, poseía esa clase de encanto que hace popular a una chica como ella, en el ambiente que solía frecuentar. Y eso, al fin y al cabo, es lo único que en realidad importaba. Era, como se suele decir, una simple criatura de la noche. Y en esta condición, algo aparentemente circunstancial según su criterio, radicó el inicio de su gran tragedia.
Comenzó en abril, a la luz de la luna. De repente y sin aviso.
Y es que, en el fondo, la vida tiene vaivenes como olas tiene el mar. Y unas veces se está arriba y otras abajo.
Martina había estado coqueteando con el espejo del cuarto de baño como le gustaba hacer. Había humedecido sus labios rojos con la punta de la lengua y ahuecado el cabello con ambas manos para apartarlo de su rostro maquillado. Con aire satisfecho, se miró de la cabeza a los pies y frunció los labios con un mohín provocador, replegando las cejas. Y entonces la vio por primera vez. Ahí mismo. Agazapada. Medio oculta. Esperando ser descubierta.
Martina, como dama de la noche, sabía perfectamente que llegaría a ocurrir… Pero confiaba en que fuera a suceder mucho más adelante… y de una forma más… digamos: elegante.
Le encantaba coquetear de madrugada con hombres adinerados, independientemente de buen o mal ver. Reír con ellos y jugar a sus juegos y dejarse obsequiar. Aceptar una invitación cualquiera, algo de compañía o un sencillo viaje. Por eso, cuando descubrió la pequeña arruga entre las cejas, su mundo se vino abajo y detrás, pensó, su vida entera. Aquella arruga en la frente, tal y como le había salido, confería a su rostro una expresión ciertamente adusta y preocupada, opuesta por completo al espíritu alegre, mundano e intrascendente que es prioritario exhibir en el ambiente nocturno al que se jactaba en pertenecer. Martina se hubiera podido morir allí mismo; desmayarse como poco delante del espejo, entre la pila y la ducha. Pero no hizo ni lo uno, ni lo otro. Se apoyó con fuerza en el lavabo, después en el toallero y luego en el pequeño mueble de acero inoxidable y metacrilato, donde guardaba todas sus cosas. Alcanzó la ventana con dificultad y la abrió de par en par. Se aflojó el fular de seda natural, acercó la cabeza y respiró cerrando los ojos y abriendo las aletas de la nariz.
La ciudad estaba ya efectuando el cambio. Unos de sus habitantes comenzaban a retirarse después del trabajo y otros iban terminando de acicalarse para la noche. Y una infinidad de luces, de distintos colores, iban apareciendo aleatoriamente en las fachadas de los edificios que Martina contemplaba desde la pequeña ventana rectangular de su cuarto de baño.


Él también salió como cada noche. Sin arreglarse siquiera. Con todo dispuesto. Siguiendo un instinto antiguo y rancio que guiaba sus actos y movimientos.
De alguna manera se sabía descendiente de todos aquellos que, siglos atrás, fueron siendo adiestrados para limpiar los campos de arroz y las acequias de las huertas. Cada noche, como antes hicieron sus padres y sus abuelos y los abuelos de sus abuelos, despierta de su letargo diurno y extiende las alas negras, se descuelga, inicia el vuelo y sale a la calle.
Vuela raso.
Sabe lo que tiene que hacer y lo hace. Sin más. Sin darle vueltas.
Pero algo está cambiando y la ciudad ya no es la misma.
De generación en generación, él y los suyos han ido eliminando los insectos de los humedales donde crece el arroz y las huertas de alrededor. Pero... todo va cambiando muy deprisa y el agua escasea, los huertos desaparecen y las pocas acequias que aún se adentran en la ciudad fueron cubiertas hace tiempo.
Y luego están los estorninos que tomaron las calles del centro… y las campañas de desinsectación que emprende la concejalía de sanidad en cada nueva temporada…
Él se resiste a cambiar. No sabe hacerlo ni quiere hacerlo. En sus genes lleva impreso el recuerdo aprendido con el paso de los tiempos. Lleva muy adentro la esencia de campos verdes y albuferas, heráldicas blasonadas de nobles y leales tierras, y escudos seculares. Sin pretenderlo recuerda con cada nuevo aleteo viejas leyendas que cuentan antiguas historias, como la de aquel murciélago que llegó a enamorarse del dragón del yelmo del rey Don Jaime y que aún se puede ver en lo alto de la Señera...
Debería adaptarse y ceder... pero le cuesta...
El mes pasado, uno llegado del este le enseñó las maneras de otras tierras … pero él se niega a aceptarlo y a dejar de hacer lo que siempre ha hecho; como lo hicieron sus padres y sus abuelos y los abuelos de sus abuelos...
Pero… ¿cuanto podrá aguantar?


También a Martina le cuesta cambiar y adaptarse. Por eso, cada anochecer, después de levantarse y antes de salir, de nuevo, a la calle, se pasa un buen rato intentando ocultar la arruga del entrecejo que le salió el otro día.

Es tarde. Más tarde de lo habitual. La luna cubre las calles de un brillo especial.

Martina, resuelta, con un nuevo peinado y una greña cayéndole sobre los ojos que intenta ocultar su secreto, sale y camina con pasos largos y fuertes en medio de la calzada.
Está inquieta.
No sabe por qué.
Inspira.
Espira.
A lo lejos se oye una sirena.
Y unas luces intermitentes quiebran la luz de la noche.


Vuela raso.
Extiende las alas negras y las mueve con elegancia, arriba y abajo.
Otea.
Elige.
Se acerca.

Ataca.

Ella grita.
Y gimotea.
Se cubre la frente herida con la mano izquierda y se vuelve en medio de la calle.

Acelera el vuelo y se aleja.


Frunce el ceño.
Se queda quieta.

Suena una sirena.

Y la noche rota se tiñe de azul.

martes, 28 de abril de 2009

El estruendo de un susurro a media voz


Ana no puede más pero permanece sentada en la sala de espera de la clínica del dolor. Teme ausentarse un instante si quiera, por si la llaman para pasar al despacho del Dr. Muñoz. Pero no sabe si aguantará. Lo achaca a la pastilla que toma cada mañana; una pequeña y blanca cuyo nombre nunca recuerda. Mira. No hay nadie a su alrededor. Junta las piernas y aprieta, con ambas manos, el gastado bolso negro que le regaló su hermana para Navidad.
Frunce el ceño.
Arruga la frente.
Cierra los ojos.



Ana abre el grifo del agua caliente y se lava las manos con un poco de jabón desinfectante, que no huele a nada, y que casi no hace espuma. Ya se siente mucho mejor. Y, además, no ha escuchado su nombre a través de la puerta, que dejó entornada, después de apagar la luz para que nadie la viera desde el pasillo. Se frota con fuerza. Una mano contra la otra. Y se mira en el espejo empotrado del cuarto de baño. Parece sonreír aliviada. Es una mueca leve, insignificante, quizá algo irónica pero sin un atisbo de sarcasmo. Sí, se reñiría a sí misma por el mero hecho de ser como es. Pero no va a hacerlo. Primero porque está muy cansada y segundo porque, después de todo, sabe que no puede evitar comportarse de ese modo. Con los años, dice, una acaba acostumbrándose a todo… a casi todo, en realidad; se corrige entre dientes, delicadamente.
Se inclina un poco hacia delante y cierra el grifo. Es extraño que no hayan puesto aquí uno de esos automáticos… que se paran solos, piensa.
Arranca con dificultad un pedazo de papel del dispensador que tiene colgado a su derecha, a la izquierda del espejo, y se seca las manos con suavidad. Mueve la cabeza con expresión de disgusto. Ciertamente tiene muy mala cara, se dice. Y el vestido negro, que se puso por la mañana, no le favorece nada. Ni tampoco el cabello ralo y cano que todavía no ha comenzado a salir después de la última tanda… ¡Cómo le ha cambiado el rostro en todos estos años! Y casi sin darse cuenta, como se va acabando el año al llegar septiembre o como se marcha la vida misma cuando se llega a su edad, y de ese modo.
Con las manos cerradas, sintiendo sobre las palmas ásperas la punta dentada de las uñas, se apoya sobre la repisa del lavabo y comienza a recorrer, una a una, las líneas de su cara como si fuese la primera vez que las ve. Mira bajo los ojos verdes y tristes, entre las cejas descuidadas, sobre la frente y bajo el mentón, junto a los labios rectos y prietos… Y de repente se da cuenta de que Margarita estaba en lo cierto. Margarita Martínez, su amiga de toda la vida y un poco bruja según la gente del pueblo, le decía que en las líneas de las manos estaba escrito el futuro y que, en cambio, las del rostro van dejando en evidencia un pasado, siempre difícil de esconder. Por eso a ella, le gustaba maquillarse nada más levantarse de la cama y llevar siempre los labios bien rojos. Para que los hombres, le contaba, se fijaran en ellos al cruzarse por el paseo.
Hacía mucho que no se acordaba de Margarita.
La última vez que la vio fue en la estación de autobuses de Motilla del Palancar. En una maleta marrón llevaba todo aquello que de material poseía en el mundo, el futuro escrito en sus manos y en el rostro el motivo de su partida. Iba vestida de azul celeste y llevaba unos pendientes de botón, grandes y tan blancos como los guantes de seda que se puso ese día para ocultarse las manos. Y los labios muy rojos.
Dos semanas después la encontraron en la cuneta de un camino, cerca de Salamanca. Con la maleta abierta de par en par y vacía, y la cabeza desencajada.

Ana alarga la mano, cierra la puerta con cuidado, para no hacer ruido, y pasa el pestillo.
Se acerca al espejo empotrado y vuelve a mirarse en él, secándose el ángulo de los ojos con la punta del pañuelo.
Es curioso el aspecto que tiene, de pronto, bajo esa luz intensamente blanca y cenital que se refleja y rebota sobre las baldosas brillantes del cuarto de baño.
Ciertamente el negro no le sienta nada bien.
Debería vestirse de cualquier otro color. De azul marino, por ejemplo. O de gris marengo. O mejor aún, de malva. Siempre le ha gustado el malva aunque nunca se atrevió a ponérselo encima… ¿Qué pensaría el doctor Muñoz si la viese entrar en su consulta con un vestido camisero en tonos malvas… y un poquito escotado?
Sonríe, al imaginárselo, viéndose en el espejo.
Seguro que diría que se había vuelto loca.
O que habría empeorado del tumor.
Lo ve preocupado, mirándola desde el otro lado de la mesa, con la bata desabrochada y la camisa por planchar. Va buscando sus ojos verdes para decirle que esté tranquila, que hay unos nuevos tratamientos…
Su rostro se relaja un instante, como el de una niña a la que acaban de perdonar, y un brillo nuevo asoma a sus ojos almendrados como si pudieran ver, de repente, un no sé qué… que jamás había imaginado… Pero enseguida siente frío y luego miedo y teme ir más allá y ver aquello que ella no quiere…
Y llaman a la puerta.
Ocupado, responde Ana.
Vuelven a llamar.
Y ahora calla.
Y permanece muy quieta. Sin moverse para no hacer ruido. Para que nadie la oiga. Sin levantar la mirada…

Y es entonces, en el cuarto de baño de la sala de espera, cuando le vienen a la memoria las formas toscas de su esposo y siente el calor de su cuerpo junto al suyo, frente a frente, en el espejo. ¿Qué hubiera dicho él si un día, y por sorpresa, la hubiese visto llegar de la calle con un vestido de organdí, con mucho vuelo, y ceñido al cuerpo por un ancho cinturón malva de charol y los labios pintados con carmín?

Bajo aquella luz tan blanca, sus ojos verdes le parecen aún más verdes y sus labios todavía más gruesos. Y se sorprende. Y no debería sorprenderse. Remedios, su hija mayor, sacó de ella sus rasgos rotundos y sensuales y su talle; y de su padre las manos anchas, los dedos gruesos y cortos y sus gestos y maneras torpes.
Allí dentro, sola, frente a frente, añora el olor agrio y dulzón de la piel de su hija recién nacida y el tacto suave y tibio de su cuerpo al estrecharla entre sus brazos, poco después de parir.
Se mira fijamente y en sus pupilas negras ve el luto de tantos años y de tan adentro y ese silencio callado y suyo, ante tantas cosas sin sentido.
Y se ve como nunca antes se ha visto: desnuda y vestida de negro.

Tiembla.

Siente frío y una punzada en la cadera derecha.

Se apoya en el lavamanos para no caerse.
Frunce el ceño, respira hondo y espera.

Escucha la voz atiplada de Margarita y huele su perfume de siempre, con notas de jazmín y de almizcle.

Va cediendo.
Ya casi no duele.

Se ahueca el cabello con sus dedos desnudos y largos y se humedece los labios secos con la punta de la lengua.

Abre.

Sale.

Y erguida, y a pasos cortos, cruza lentamente el espacio vacío y blanco de la sala de espera, sin detenerse. En silencio. Sin mirar atrás.

jueves, 23 de abril de 2009

En voz baja


Va vestida de negro, como siempre. Al menos desde que es capaz de recordar.
Está sola. Su figura, muy estropeada en los últimos meses, resalta frente a las baldosas blancas de la sala vacía. Lleva una pequeña mancha en la falda, a la altura del muslo derecho. No la había visto y le incomoda. Le molesta no haberla descubierto al vestirse, no haberse cambiado de ropa antes de salir de casa, llegar manchada a un lugar como aquel, tan blanco y tan limpio. Hace un gesto casi imperceptible y sigue callada.
Mira hacia abajo. Agacha la cabeza y cruza las manos sobre el regazo.
Lleva casi media hora sentada en el banco, en silencio. Nadie ha pasado cerca de ella en todo este tiempo. Tiene la sensación de haberse pasado la vida en medio de todos los caminos, como… por si acaso, esperando. Sólo esa sensación.
Las tardes de invierno, junto a la lumbre, su madre le contaba lo pequeña y fea que fue al nacer y lo mucho que le costó a la comadrona que rompiese a llorar, a respirar con fuerza. ¡Lo que son las cosas!, se dice. Ahora echa de menos aquellos ratos y hasta el olor de la lumbre y el de los sarmientos al arder y del tocino chisporroteando en la sartén de hierro, negra.
Ana siempre había sido una mujer justa de carnes, menuda y resignada, de pocos ruidos. Aguantó en silencio los desplantes de la vida misma y de sus gentes. Sin levantar la voz encajó las bofetadas perdidas de su madre, las burlas en el colegio y las bromas de los muchachos en el baile de las fiestas de la Virgen de Agosto. Sin oponer resistencia, mansamente, del mismo modo que la corriente del río Magro discurre junto a la Ermita del Cristo, se dejó humillar por Rosendo desde la misma noche de bodas. Con un susurro aceptó ser su novia por no llevarle la contraria, y, unas semanas más tarde, fue su mujer frente a la imagen de la patrona del pueblo y del Padre Raúl. Se hizo cargo de las manías de su esposo, de sus modos hoscos y recios, de sus ausencias frecuentes y de esos regresos suyos buscando sus oquedades y oliendo a alcohol y a esencias de mujer. Se le llenó la vida de hijos a los que parió, uno tras otro, sin un gemido y a los que sacó adelante. Los crió y se ocupó de ellos cuando estuvo casada y también cuando enviudó. Lo hizo sin aspavientos, sin una queja. Hasta que se fueron marchando de casa sin despedirse: unos muy lejos de allí y otros muy abajo.
Pero ahora es diferente. Ahora tiene miedo de no poder seguir callando y una lágrima le resbala por la mejilla, la derecha. Se pasa la mano abierta por la cara y mete sus dedos finos entre los cabellos grises y deslustrados.
Respira hondo. Tiene frío allá en medio y sola. Se encoge un poco más.
A lo lejos oye gente que se ríe de chistes que no comprende y unos pasos cansados, que suenan huecos y que se alejan.
Baja la mano y la pasa, muy abierta, por el lado derecho de su vientre, como tantas veces, sin darse cuenta.
Hace unos meses tan sólo, cuando el médico le dio el resultado de la biopsia, estuvo a punto de perder la compostura. Duró un instante. Pero supo controlarse y no levantó la voz. Se mordió con fuerza el labio inferior que comenzaba a temblarle y en una lágrima muda ahogó toda su pena.
Hoy tiene miedo. Teme no poder aguantar ahora, al final, después de todo lo que ha pasado.
Nunca había imaginado que existiese un lugar como aquel y ahí está ella, sentada en una sala de espera amplia y blanca que no consigue ocultar el pasillo que fue, casi cien años atrás. Un espacio abierto y casi vacío, sin muebles, con un cuadro de Monet lleno de puntos en los que perderse y con las ventanas altas y viejas. Entreabiertas pero que no consiguen dejar que entre la luz del día, sólo la humedad de la mañana.
Ana confía en el joven doctor Muñoz.
Cuando este le aconsejó visitar la Clínica del Dolor, lo hizo con una sonrisa que pretendía ser cálida y que le llenó toda la cara. Ella aceptó sin rechistar. Claro que tampoco había muchas más posibilidades en su situación.
Todo irá bien, seguro, se dice en voz muy baja.
Una enfermera cruza la sala de espera de uno al otro lado con una batea en las manos y se le acerca. ¿Me decía algo, señora?, le pregunta mirándole a los ojos. Ana calla y devuelve la mirada. Sonríe y hace un gesto de negación con la cabeza. Muy ligero y baja la mirada.
Sigue con las manos cruzadas, ahí, vestida de negro, en medio de la pared blanca.
Acaricia la palma de la mano derecha con la punta del pulgar de la otra mano.
Sonríe, sabe que lo va a conseguir. Será cualquier día; una mañana o quizá un atardecer.
Y se irá, como ha vivido la vida. Sin hacer ruido y en voz baja.

martes, 21 de abril de 2009

Entre las manos

Ha llovido toda la noche y Juan está cansado; un poco más de lo que viene siendo habitual para él últimamente. Anoche le costó coger el sueño y, además, tuvo que levantarse varias veces para ir al lavabo.
Después de cenar, se sentó un rato a ver la tele en el sofá de flores azules, pero nada consiguió distraerle y se fue a la cama temprano, mucho antes que otros días.
¡Total para nada!
Claro que tampoco debiera preocuparle demasiado. Juan lleva el ritmo cambiado desde que pasó lo que pasó; y de eso hace ya cerca de tres años.
De hecho, los tres en la casa llevan el ritmo cambiado desde entonces. Sagrario, su mujer desde hace más de 54 años, no duerme, dice, por los dolores de las rodillas. Unas noches por culpa de la rodilla derecha y otras por los dolores que le provoca la izquierda; y también, pese a que no lo dice, por las largas siestas de cada tarde y que no está dispuesta a dejar. Tampoco Francisco, su hijo menor, concilia el sueño por las noches debido a que se pasa el día medio dormido por las pastillas blancas que toma porque no dejaba de mover las piernas cuando se pasaba un rato sentado.
Como todos los días de fiesta, por la mañana, después de tomar un vaso de café con leche descremada y unas galletas, Juan se encierra en la cocina, a solas. Hace meses hicieron un pacto que acataron todos. Sagrario prepararía la cena, Francisco tendría a su cargo el desayuno y él, Juan, los domingos y festivos, se encargaría de fregar los platos.
Los días laborables lo hace María.
Son las 10 y media pasadas y ha dejado de llover pero Juan está torpe y lento. Más que otras veces. Hoy, nada más despertarse, al ir a levantarse, se ha mareado. Ha tenido que sentarse en la cama, en el lado derecho. Ha cogido de la mesilla el vaso que deja cada noche antes de acostarse, se ha puesto dos o tres cucharadas de azúcar, ha bebido un poco, ha cerrado los ojos un rato y ha esperado a que dejaran de darle vueltas todas las cosas del dormitorio. Juan cumplió 85 años en enero y desde los 82, al levantarse, se le va un poco la cabeza. Antes, cuando estaban todos en casa, no le pasaba.
Hoy es 14 de octubre y no se le olvida que su hijo mayor hubiera cumplido 48. Hace casi tres años que murió. Desde aquel doce de enero, Juan, después de despertarse, no sabe que hacer con su vida. Y aún menos los domingos y días de fiesta, aunque hace mucho tiempo que se jubiló.
Cada domingo, y hoy lo es, entra en la cocina, abre la ventana, entorna la puerta para que nadie le interrumpa y friega los platos de la cena y los del desayuno, que le van trayendo. El resto de los días lo hace María, la chica que cuida de los tres desde que su mujer salió del hospital por última vez, el invierno pasado. Al principio se opuso a contratarla pero Sagrario necesita unos cuidados que él no puede darle.
Antes, muchos años atrás, todo era diferente.
Desde que se casaron ella se encargó de la casa y de los hijos y él de ganar el dinero para pagar el piso, la comida, la ropa, el colegio y lo que hiciera falta.
Ahora, Juan, piensa que debería tener a sus hijos alrededor, cuidando de él. Pero lo cierto es que se pasa las mañanas enteras, sentado, callado, con los ojos entornados y la boca cerrada con fuerza esperando que llegue la hora de la comida, y las tardes pensando en la hora de cenar. Muchos días, a media tarde, después de levantarse de la siesta, se sienta junto a su esposa y se echa un sueño extra en el sofá, acurrucado y de lado, para que el día se acorte.
Así, menos los días de fiesta por la mañana.
Hoy, por ejemplo, ha lavado el mismo plato tres veces seguidas y ni siquiera se ha inmutado. Puede que ni se haya dado cuenta.
Levanta el plato por un lado, cierra el grifo, lo pone a escurrir, apoya las manos mojadas en la pila y mira por la ventana que da al patio interior.
La vecina de enfrente ha puesto plásticos encima de la ropa tendida pero ya no llueve ni tampoco entra el sol por la claraboya del edificio de 15 plantas.
Permanece así un rato en el que parece que nada ha pasado y abre, de nuevo, el grifo, coge otro de los platos ya secos y vuelve a pasarle el estropajo verde con un chorro de lavavajillas al limón.
Su mujer le llama desde el comedor pero no responde. La imagina sentada, esperando que él llegue. No hace caso y sonríe como un niño al escuchar como ella se enfurruña y le llama viejo y chocho, por no querer reconocer que está quedándose sordo.
Hoy es catorce de octubre y Juan no tiene prisa en acabar.
Sabe muy bien que cuando termine de arreglar la cocina se sentará, otra vez, en el sofá de flores azules del comedor. Hoy, lo sabe bien, su hijo mayor no vendrá a recoger el regalo de cumpleaños, ni le contará sus problemas con la nuera, ni dirá que viene a echarles un vistazo y ver como se encuentran, ni se irá al poco de llegar después de tomarse un cortadito.
Siente frío, como si estuviese lloviendo todavía, y una presión en la boca del estómago que casi no de deja respirar.
Debería quitarse la bata de estar por casa, el pijama, y vestirse de domingo, pero no tiene ganas y se queda muy quieto en la cocina, junto a la pila de piedra blanca, con un plato entre las manos y mirando por la ventana del patio de luces.
Es curioso como pasan los años, piensa, mientras sacude la mano derecha al sentir como se le agarrotan los dedos índice y pulgar.
Resopla.
Deja el plato en el fondo de la pila y mira sus manos.
Y cierra los ojos suavemente.
Y escucha unas risas alrededor que cree conocer muy bien pese a los años que han pasado. Y, entonces, nota como si unas manos menudas y ágiles le agarran por la pernera del pantalón del pijama y tiran de él hacia el pasillo de la casa, camino del comedor…

jueves, 16 de abril de 2009

Desde la A hasta la zeta, entre su piel y la tuya




El amante la besó en la boca y la colmó con sus dedos.
Se echó a su lado para subirse después encima y quebrar su frialdad haciéndola gozar como nadie antes lo hizo. Quemó el hielo de su indiferencia hasta oírla jadear. Y le retiró el kimono, deshizo los lazos y le metió ambas manos por debajo, hasta llegar a sus nalgas. La liberó de los ñudos de su alma y habitó, como si fueran suyas, en todas sus oquedades. Y jugó, como un niño, por entre sus pechos duros.
La quiso y quiso retenerla en solitud y para él.
Se trabó con ella y se unció con los jugos y venenos de ese cuerpo joven y prieto que recorrió todo entero en busca de la w, y de la x y, también, de la y (la griega) y de la z.

martes, 14 de abril de 2009

Tanteo

Verle salir con el paso decidido y firme y charlando con un amigo al que yo no conocía, era, después de todo, una auténtica satisfacción. Es más, si he de ser absolutamente sincero, debo confesar que me produjo esa pizca de orgullo que te va royendo por dentro y aflora a los ojos, sin poderlo evitar.
Todo había cambiado y lo había hecho en muy poco tiempo.
Le observaba sin que él se diese cuenta de que le estaba mirando. ¡Se le veía feliz! Al hablar, lo hacía con un cierto aire de suficiencia y sus movimientos, antes torpes, eran ahora precisos y contundentes.


Cuando me dijo que había decidido dejar el fútbol, le apoyé.
Y también lo hice cuando me dijo que se estaba planteando integrarse en el equipo de baloncesto.
Conociéndole como le conozco, supe cuanto ponía en juego con aquella decisión. Resultaba evidente que necesitaba ser uno más del grupo, contar con su aprobación… A punto de cumplir los doce, la nuestra, la de casa, había dejado de serle suficiente.
El fútbol no le funcionó y, aunque nada indicaba que fuera a suceder lo mismo con el baloncesto, yo temía que su aventura terminase en un nuevo fracaso. Sólo por ello, le hubiera aconsejado que se decantase por una actividad, digamos, menos “arriesgada”, menos comprometida, más individual y solitaria como podría ser la literatura o el cine. Pero él fue mucho más valiente que yo y siguió adelante. Yo me limité a dejarle hacer, aunque sin perderle de vista.
El día de su primer partido, cuando salió a la cancha y se dispuso a lanzar los dos tiros libres sobre el tiempo cumplido del cuarto tiempo, me temblaron las manos.
Se colocó, separó un poco las piernas, botó la pelota, la sostuvo entre las manos, se preparó y lanzó: ¡canasta!
El pabellón enteró rugió durante un breve instante.
Silencio.
Volvió a botar la pelota y miró desafiante el aro. Si fallaba perderían, si encestaba quedaba abierta la posibilidad de ganar.
Movió los hombros, flexionó las rodillas, levantó los brazos, inspiró, se concentró y volvió a lanzar.

Después de aquel partido todo cambió.


Sí, me sentía orgulloso de él.
Verle salir del instituto después de todo aquello, charlando con un amigo, me llenaba de satisfacción. Los estuve observando desde la acera de enfrente. Cuando se despidieron, crucé la calle y me acerqué a él. Me miró agachando la cabeza y levantando las cejas, apretando los labios, frunciendo la barbilla.
Bajamos juntos hacia la estación casi en silencio.
Le pregunté si le apetecía que comiésemos allí mismo, en Vilanova.
Asintió.
Eligió un restaurante chino, que estaba al final de la rambla, y al que solía ir con su madre alguno de los fines de semana que pasaba con ella.
Nos sentamos junto al ventanal que daba al puerto deportivo.
Charlamos de muchas cosas, como nunca antes lo habíamos hecho. Me habló de sus nuevos amigos, de los deberes de clase, del instituto, de su puesto de pívot en el equipo de baloncesto… y de la responsabilidad que había adquirido con sus compañeros después de la victoria…
Llamó al camarero y le ordenó que retirase el platito de pan de gambas para evitar que yo picara y pidió por los dos.
Entre el ir y venir de una ensalada tres delicias y arroz frito con pollo y unos platos de ternera picante y de cerdo agridulce me fijé, mientras me hablaba, en como se le habían afilado las facciones durante el verano, en su forma de vestir, de mirarme…
Pidió la cuenta, pagué y salimos a la calle.
Hombro con hombro anduvimos hacia la estación y aún llegamos a tiempo de coger el tren de las tres y media, hacia Barcelona.

jueves, 2 de abril de 2009

A café y a lavanda

La puerta sigue abierta y el marco de madera muestra el blanco intenso y luminoso de siempre.
Nada ha cambiado.
Todo está cómo a ella le gusta: limpio y sin mácula. En permanente estado de revista; por si acaso.

La cortina de pita se mueve con el viento de la mañana. Se entreabre. Y el olor a café recién hecho, que envuelve toda la casa, se expande por el patio que hay frente al salón.

Me acerco.
Escucho sus pasos cortos y huecos sobre el suelo impecable de terracota.
Me gusta tal y cómo es, cómo está ahora, cómo a ella le ha gustado siempre. Por eso me negué y me mantengo firme. No quiero cortinas amarillas en las ventanas, ni cuadros de paisajes verdes sobre las paredes blancas del comedor. Deseo escuchar el eco reverberante de este espacio yermo que no precisa de objetos tibios para albergar algo de vida y darle forma a la estancia. Cambiar algo en la casa sería como invitarla a que se vaya y yo no estoy preparado para que ella se marche; no todavía. Pero él no lo ve del mismo modo que yo. Lo sé y no encuentro la manera de que me entienda. Supongo que simplemente no puede. Y aún así me empeño y espero a que se ponga en mi lugar y la vea, recién peinada, entre esas sencillas cosas que ahora son mías.

Me aproximo lentamente.
El viento mece con mimo las tiras de esparto de la cortina que sigue en la puerta que da al patio y el aroma del café caliente sale a mi encuentro, como lo ha hecho tantas y tantas veces.
Siempre a punto.
Todo dispuesto.
Sin adornos, ni florituras.

Me acerco a la casa y está. Austera y sencilla. Recogida y muda. Pálida y blanca. Enfadada. Oliendo a limpio y a agua clara, a jabón y a lavanda.
Pequeña y frágil.
Sola.

viernes, 27 de marzo de 2009

Espejos

Llueve.
El agua golpea con fuerza los cristales del tragaluz del cuarto de baño.
Leonor se acerca al balcón del comedor y mira hacia la calle. Gentes desconocidas se mueven de un lado para otro sin ni siquiera mirarse. El quiosco de la esquina ha cerrado antes que otros días. El viento balancea las viejas palmeras de la plaza. La ventana de la cocina se cierra con estrépito en el mismo instante en el que la puerta de la calle se abre.
Él entra y Leonor acude a recibirle.
“¿Qué te ocurre, dime?” pregunta la mujer al verle llegar tan temprano.
La ventana de la cocina golpea de nuevo y Leonor se apresta a cerrarla. Regresa al salón. Él no se ha movido. Sigue sentado con su cartera nueva de cuero negro a su lado, junto al sofá, en el suelo.
“¡Háblame, dime lo que sucede!”, ella insiste.
El hombre se levanta y se acerca al balcón. Mira a través de los cristales. “¡Llueve!”, comenta con sorpresa.
“Desde hace rato. ¿No te habías dado cuenta? ¿Dónde te has metido con esta lluvia?”.
“En el metro. Pero no llovía. Iba caminando y decidí acercarme a la editorial dando un pequeño paseo. Lucía el sol. De repente, me sentí muy cansado y cogí el metro. No suelo hacerlo pero hoy lo hice, aunque no sé muy bien por qué. Había demasiada gente entrando y saliendo de un lado para otro sin apenas fijarse en quién tenía al lado. Al llegar a la parada de Diagonal me empujaron hasta el fondo del vagón. Entonces sentí su mirada fija en mí, incluso mucho antes de verle. Me volví ante la sensación de sentirme observado y ahí estaba, contemplándome con sorpresa. Debo admitir que me incomodó aquella insistencia. Me molesta que me miren de ese modo y él no dejaba de hacerlo. Sus ojos me recorrían sin disimulo y se iban deteniendo, curiosos, en cada detalle: en los dedos de mis manos, en el bajo de los pantalones, en el cuello de mi camisa nueva, en mi cartera, en mis ojos.
No lo reconocí, y sabes que nunca olvido una cara. Sin embargo, había algo en su mirada, en ese modo de fijarse en mí que me era terriblemente familiar. Esos ojos, entre grises y azules, como los míos, no dejaban de observarme cansinamente y conforme iba pasando el tiempo le iba sintiendo más y más cercano, sin saber el motivo o la razón. Parecía cansado, llevaba un asomo de barba, como si no se hubiese afeitado en dos o tres días, y el pelo muy descuidado. Su ropa estaba arrugada, el bajo de los pantalones deshilachado y roto, y el cuello de la camisa muy gastado por el roce.
La gente seguía entrando y saliendo en cada parada y él permanecía quieto sin dejar de observarme. Me hubiese gustado comportarme de otro modo pero tampoco yo podía dejar de mirarle a él. Aunque te cueste creerlo, allí estábamos los dos entre la gente, mirándonos en silencio como dos idiotas. En ese momento olvidé lo que me llevó a meterme en el metro y hasta el número y la calle de la pequeña editorial a la había decidido llevar mi libro... Sólo estaba él, sólo pensaba en él; en él y en mí; en los dos a la vez. Súbitamente me sentí necesitado de su presencia callada, de su tibia ternura junto a mí. Y sucedió, de repente. Me vi mirándome al espejo como lo hacía cada mañana antes de salir de casa o cada noche, antes de acostarme. Y fue entonces cuando me reconocí en él y bajé mis ojos hasta su mano. Sus dedos delgados, pero firmes, se aferraban a una cartera de cuero negro muy pelada por el uso. Intenté aproximarme a él pero las gentes que entraban y salían no me dejaron hacerlo. El tren se detuvo, la puerta se abrió y otras gentes, también extrañas, nos volvieron a separar. Sonó la alarma, las puertas se cerraron, el tren volvió a ponerse en marcha y un niño con una camiseta roja se balanceó y me manchó la camisa con su helado. Le busqué dentro del vagón pero no estaba. Miré hacia atrás y le vi parado en el andén. Quieto. En la misma parada de Diagonal. Mirando como me alejaba”
Leonor se levanta y, en silencio, comienza a desabrocharle la camisa manchada de chocolate.
“Al despedirnos, al mirarme por última vez, sonrió y sacó de aquella vieja cartera negra que llevaba entre las manos unos papeles amarillentos y gastados. El tren siguió su marcha y él se puso a caminar hacia la salida, con pasos cada vez más firmes. Me senté en el vagón vacío, abrí mi cartera y comencé a leer el manuscrito que llevaba al editor”
Deja de llover.
Él se levanta y se dirige al lavabo.
Se lava las manos.
Se mira en el espejo.

jueves, 26 de marzo de 2009

Mi primer saludo

Mi primer saludo y recuerdo hoy quiero que sea para una persona que me ha estado insistiendo para que llegase este día. Abulafia, gracias por insistir, por no dejar de hacerlo y por ser como eres.