lunes, 16 de noviembre de 2009

vacaciones francesas


Antón cerró la reserva del viaje poco antes de las tres de la madrugada y después de valorar múltiples propuestas, varios días de partida, vuelos y horarios y, también, diferentes hoteles con las más diversas localizaciones y ambientes. Si no se presentaba ningún imprevisto de última hora, llegarían a París a las 10 de la mañana del primer martes de agosto y regresarían a Barcelona el domingo siguiente, hacia las ocho de la tarde y en vuelo directo Orly-El Prat. Ir un martes y regresar un domingo resultaba más barato que salir un lunes, por ejemplo, y regresar un sábado, o cualquier otra de las combinaciones posibles. Cinco noches y seis días, ofrecían un precio razonable y tiempo suficiente para ver lo más importante. Aunque Antón, ya había estado en París en otras ocasiones, sería la primera vez que pasaría más de cuatro noches seguidas.

Desde el primer momento en que oyó hablar de París y la vio, en la pantalla de un cine de estreno de Valencia, la ciudad ha ejercido sobre él una atracción especial. Cuando su hijo, un chiquillo de doce años totalmente entregado, le pidió pasar las vacaciones en la ciudad de la luz, aceptó sin rechistar ni pararse a pensarlo. Fue después, con la reserva abierta en la pantalla del escritorio, cuando empezó a considerar todas esas maravillas que quería mostrarle al chico, y el mejor modo de hacerlo.
Lo ideal sería ir sin prisas. Saborearla poco a poco. Evitar que se agobiara.
Unos días más tarde, el penúltimo domingo de julio por la mañana, Antón despejó la mesa del comedor, se preparó un café y se puso a ordenar y listar los museos y monumentos que podrían visitar durante los cuatro días que tenía pagados con el pase “visita” que compró la segunda vez que estuvo en la oficina de turismo francesa a requerimiento de Javier. La primera, y siguiendo su máxima personal de no agobiarle, sólo se atrevió a comprar una entrada para el museo d’Orsay. Cuando tuvo que regresar por deseo expreso de su hijo, más que vergüenza sintió un estúpido orgullo que no se esforzó por ocultar.
Ya juntos, y tres días antes de la salida, echados sobre el tatami del comedor (un colchón de 80 que iba y venía), fueron ordenando las posibles visitas, y codificándolas por interés, barrios e itinerarios. Luego, puntuaron las propuestas según el deseo de cada uno de los dos para establecer la escalera de prioridades.
“Al Orsay le pongo un diez. Sabes que lo considero imprescindible.”.
“Yo el diez se lo doy al Louvre”, señaló Javier.
“El arco del triunfo también hay que verlo. ¡Un ocho!”.
“Mi ocho se lo doy al Sacré-Coeur, por las vistas.”.
Los fueron colocando uno detrás del otro, y después contrastaron su lista con la que venía detallada en la guía que compraron esa misma mañana temprano y que llevaba por subtítulo: “Las 25 mejores visitas de París”.
Les sobraron siete y les faltaron dos.



“Javier, anda, coge ese bolígrafo y apunta lo que hemos visto hoy en nuestro primer día en París. Primero,”, comenzó a enumerar Antón sin perder de vista la guía para que le sirviese de ayuda, “la torre Eiffel desde los jardines del Trocadero y las escaleras del palacio de Chaillot (iremos a verla de cerca la última noche). Luego, paseando junto al Sena, hemos ido a parar hasta el Pont d l’Alma (donde Lady Di, ya sabes), y tras ver los Campos Elíseos (Dónde ponen la meta del Tour), hemos estado un rato en la plaza de la Concorde (esa que sale en Ratatouille y que yo te decía que era mucho más grande. ¿A qué tenía razón?). Luego, paseamos por la rue de Rivoli (la de las tiendas) y el Louvre. A la derecha tuvimos los jardines de las Tullerías. Después, tiramos a la izquierda y subimos hasta el teatro de la Ópera y sin detenernos, caminamos hacia Pigalle y Montmartre (donde los poetas y los pintores). Ir desde la plaza de las Abadesas hasta la del Teatro, te aseguro que ha sido la etapa más dura del viaje hasta el momento. ¡Y eso que acabamos de empezar!¡Pensé que no llegaba! Pero valió la pena llegar arriba y beber agua en aquella fuente del chorrito (que no había manera de beber) y sentarnos en las escaleras del Sagrado Corazón para contemplar París al anochecer. ¡Yo estaba realmente hecho polvo! Pero me parece que tú también lo estabas… Hicimos bien con venirnos para acá. ¡Y suerte que pudimos comprar agua fría en el Carrefour de Pigalle, cuando íbamos a ver el Moulin Rouge aprovechando que lo teníamos tan cerca... Hubiese alargado nuestro primer día en París... Pero el viaje, los nervios…
“¡Veintiuna paradas y dos trasbordos y en casa!
“Eso es lo bueno que tiene París: el metro. Casi sin darnos cuenta estábamos ya en Marcel Sembat, en el corazón de Boulogne Billancourt y cerca de Roland Garrós…”.

Cuando Antón levantó la cabeza de la guía vio a Javier dormido sobre la cama. En realidad llevaba durmiendo ya un buen rato aunque él no se había dado cuenta repasando todo lo que habían visto a su llegada a París. En realidad, el chico llevaba dormido desde los jardines de Trocadero. Cerró los ojos, apoyó la barbilla sobre las manos cruzadas colocadas en lo alto del pretil del Sena. Y se durmió.

Lo cierto es que vinieron más días.
Quizá pocos para ver todo lo que hay que ver en París.

El segundo día se ajustó a un férreo programa itinerante, ya preestablecido. Y también el tercero y el cuarto. Siguiendo las indicaciones de la guía y del listado que habían hecho, vieron diecinueve de las veinticinco visitas “obligadas” y dos campos de fútbol. Disfrutaron del museo del arte asiático, de la casa museo de Eugène Delacroix en el número 6 de la rue de Furstember, del de historia, del Pompidou y de les Halles y sus tiendas. Estuvieron en la Shakespeare & Company, en el barrio latino, en alguno de los bulevares y en los jardines de Luxemburgo. Y se hicieron fotos en las puertas del Olympia y del Lido. Vieron el Panteón, la iglesia de la Madelein, la Comedie y el Hotel du Ville, desde las calles. Y también la Sainte Chapelle que tanto le impresionó, la Conciergerie y el Pont Neuf; y el Rodin, los inválidos y el museo militar; las ruinas romanas, la catedral y Saint-Denis. Pasearon por la Vendôme, cotillearon el Ritz y compraron perfume en la rue de la Paix… Cenaron en la calle Huchette y en el Pomme du pain y en el Quick de Campos Elíseos. Pasaron calor y tuvieron fresco. Y hasta llegaron a contemplar la luna roja de agosto, detrás de Nôtre-Dame, sobre las aguas del Sena al son de unas canciones de jazz en uno de sus puentes…

Ahí estaba todo en cada rincón, en cada esquina y en cada buhardilla sobre los tejados de pizarra y los meandros del río bajando apacible hacia el mar… Allí estaba la tímida voz de Mimi y los vahídos de Camile, los amarillos de van Gog y los rostros de Lautrec. La elegancia innata de Sabrina, el encanto de una cara con ángel y la vida en rosa y en gris y en azul, camino de Casablanca; la juventud de Gigi, los pasos de baile de Fred Astaire o de Gene Kelly, la sexualidad desbordada y rotunda de Lorelai y la turbación contenida de la Binoche. La simplicidad de Tati, los aromas de Chanel y de Dior… y el exótico encanto de Josephin Baker y la desgarrada voz de Piaf… Todo estaba ahí, pero Javier aún no se había dado cuenta…


La última noche que pasaron en París estuvieron bajo la torre Eiffel.



Luego, antes de regresar al hotel, se sientan en las escaleras del palacio de Chaillot, una vez más; y Javier cumple uno de los sueños que ha estado arrastrando todos esos días y saborea una exquisita crepe de chocolate, frente al Campo de Marte.

Mañana descubrirá le Marché aux Puces y no dará crédito a las cosas que verá y que no imaginaba poder llegar a ver en París.
Comprará unos pantalones vaqueros anchos de rap por un precio increíble y una larga camiseta morada, de una marca que no ha encontrado en Barcelona. Después, un joven grande y negro, con una gorra como la suya, chocará su mano en el aire y entonces y de repente, se producirá ese milagro que casi pasa desapercibido.


“¡Papá, tenemos que volver a París…!”, dice camino del aeropuerto.

¡Y queda pendiente!

martes, 3 de noviembre de 2009

quieta








Resultaba muy duro verla sentada en la mecedora junto a la ventana del cuarto de estar, esperando. Adelante y atrás. Atrás y adelante. Todas las mañanas y buena parte de cada tarde…
Cuando su nieto llegó del colegio se le acercó y se puso de rodillas frente a ella. La miró a los ojos sin tocarla ni decirle nada. La estuvo observando un buen rato. Alfonsina, entonces, se balanceó algo más deprisa y su rostro pareció perder la tensión por un instante. Aflojó las cejas y los labios. Incluso abrió el pequeño puño que tenía muy prieto y su mano abierta agarró, en silencio, el brazo del balancín de madera, en el que estaba sentada.
Pero no miró al muchacho. Su mirada, fija, permanecía muy lejos de aquella casa y de las gentes que la habitaban. Aunque eso a él no le importaba. Fue hasta la cocina, se preparó la merienda y volvió a la sala de estar. Puso la tele y se sentó en el suelo, encima de la alfombra. Detrás seguía escuchando el ir y venir monótono de la mecedora. Hacia atrás y hacia delante. Mordió el pan y un trozo de chocolate cayó sobre el suelo. Lo recogió y se lo metió en la boca a escondidas, después de mirar hacia atrás por encima del hombro.
Cuando acaben los dibujos irá a buscar la cartera y hará los deberes.
Y mañana, cuando regrese del colegio, se acercará hasta su abuela y la besará en la frente como lo hizo hoy al marcharse.
Como hará dentro de un rato, antes de acostarse.
¡Aunque no se lo diga, sabe que le mira por el rabillo del ojo!