martes, 26 de mayo de 2009

Un toque angelical


El viento silbaba por entre las estrechas callejas del pequeño villorrio situado en la parte más alta de la más elevada montaña de la comarca del norte.
Las plomizas y panzudas nubes se alejaban, sin prisa, del lugar después de haber anegado corrales, hogares, campos de secano y barbechos. Un etéreo rayo de sol se coló, osado, por entre las ramas de los olivos en flor, tocando al paisaje con un brillante rastro de luz amarillenta.
Pese a todo aquel barrizal, yo caminaba calle arriba.
Deprisa.
Nadie se atrevió a decírmelo.
La aldea se mostraba ante mí más vacía que nunca. Tuvo que ser Ángela, mi vecina de al lado, siempre dispuesta a afrontar con valor y resignación las peores noticias de los demás, la que se prestase a hacerlo.
Me alcanzó por la espalda, a traición y a bocajarro. Y sin tacto alguno ni ponerme en aviso, me lo soltó allí mismo, en medio del callejón.
Juro que vi acercarse mi última hora.Y, aunque no recuerdo bien sus palabras exactas, al son de su voz nerviosa, noté como me resbalaba el alma por la espalda hasta llegar hasta mis pies mojados y de tal manera que acabé enredándome con ella. Tropecé y me caí allí mismo. En redondo, como un fardo. Mas debo confesar satisfecho y sin pudor ni vergüenza, que sólo se me rompió la crisma, sabiéndome sólo, y que no se me partió el alma, porque teniéndola como la tenía, tan abajo, fue su caída pequeña, desde los tobillos al suelo del callejón de los presagios

jueves, 21 de mayo de 2009

Los jueves por la tarde


Como todos los jueves por la tarde, Miguel jugaba con su gata en el comedor de la hermosa casa. Con esa inocencia de la edad temprana, el crío atrapaba con fuerza la cola del felino entre sus manos y la lanzaba por los aires para verla caer sobre sus cuatro patas; aunque no siempre lo consiguiese. Grande era la paciencia del animal que soportaba, estoicamente, todos y cada uno de los excesos infantiles de un niño que tenían todos por bueno y agradable.
Como todos los jueves por la tarde, Miguelón, su tío, llegó más tarde que el resto de los días de la semana. Se detuvo en medio del pasillo y les miró desde la puerta. Le gustaba verlos jugar a los dos, gata y sobrino, en medio del gran salón comedor con el parquet arañado por el arrastre de las ruedas de los coches de Miguel, a los que solía dejar sin neumáticos. Sonrió y entró dando unos pasos largos. El chico le miró y la gata aprovechó el descuido para escapar, maullando, hacia el cercano bosquecillo que rodeaba la casa.

Como otras tantas tardes, Miguel y Miguelón jugarían juntos un rato antes de cenar.

“Algún día, Miguel, la gata te hará daño. ¡Es un animal hosco y de mal genio!”, le dijo cogiendo su carilla redondeada entre sus grandes manos, mirándole fijamente a los ojos.

Antes de que su tío le preguntase, como hacía casi todos días, acerca de los sueños que tuvo la noche anterior, Miguel, hincando las punteras de sus zapatos sobre los pies, los tobillos, las espinillas y las rodillas y los muslos de Miguelón, alcanzó su regazo, se sentó y le miró a los ojos con mirada chispeante y con un mohín picarón.

“Anoche, tío, soñé que iba por un bosque muy parecido al nuestro pero que estaba muy oscuro. Yo volvía solo del colegio por el pequeño sendero que bordea el río. La tía se había quedado en el mercado. Cada vez estaba más cansado y sentía hambre y sueño. Me costaba caminar por aquellos senderos empedrados y estrechos. Fue entonces, cuando a lo lejos, entre los árboles, en un claro del camino, vi una luz. Seguí caminando y llegué hasta una pequeña casa con las luces encendidas”, e iba alargando las palabras al hablar. “La casa era pequeña, de madera, con las paredes pintadas de amarillo y las cortinas a cuadros verdes y blancos. Al asomarme vi una chimenea humeante en el comedor. Me dirigí hacia la entrada. Al acercarme para llamar, me di cuenta de que la puerta estaba abierta y empujé. Entonces, sobre el sofá de rayas azules que había junto a la chimenea…”
“No me mires así”, cortó Miguelón con la voz quebrada y el labio inferior temblando. “No vayas a pensar mal”, dijo secándose el sudor de la frente con su mano ruda y ancha.” Te aseguro que yo no estaba haciendo nada malo en la casa del bosque con aquella mujer morena que no era tu tía”.

viernes, 1 de mayo de 2009

Punto de encuentro


Se acercó al espejo ovalado del cuarto de baño y con el meñique de la mano izquierda perfiló su grueso labio inferior. Martina se había maquillado los párpados en unos brillantes tonos ocres; y el lagrimal y el arco debajo de la ceja en un tono hueso. Llevaba los labios pintados de rojo pasión, el cabello muy negro y suelto y la cara tan pálida como la luna llena que asomaba por detrás de los edificios más altos de la ciudad.
No, Martina no era guapa. Sin embargo, poseía esa clase de encanto que hace popular a una chica como ella, en el ambiente que solía frecuentar. Y eso, al fin y al cabo, es lo único que en realidad importaba. Era, como se suele decir, una simple criatura de la noche. Y en esta condición, algo aparentemente circunstancial según su criterio, radicó el inicio de su gran tragedia.
Comenzó en abril, a la luz de la luna. De repente y sin aviso.
Y es que, en el fondo, la vida tiene vaivenes como olas tiene el mar. Y unas veces se está arriba y otras abajo.
Martina había estado coqueteando con el espejo del cuarto de baño como le gustaba hacer. Había humedecido sus labios rojos con la punta de la lengua y ahuecado el cabello con ambas manos para apartarlo de su rostro maquillado. Con aire satisfecho, se miró de la cabeza a los pies y frunció los labios con un mohín provocador, replegando las cejas. Y entonces la vio por primera vez. Ahí mismo. Agazapada. Medio oculta. Esperando ser descubierta.
Martina, como dama de la noche, sabía perfectamente que llegaría a ocurrir… Pero confiaba en que fuera a suceder mucho más adelante… y de una forma más… digamos: elegante.
Le encantaba coquetear de madrugada con hombres adinerados, independientemente de buen o mal ver. Reír con ellos y jugar a sus juegos y dejarse obsequiar. Aceptar una invitación cualquiera, algo de compañía o un sencillo viaje. Por eso, cuando descubrió la pequeña arruga entre las cejas, su mundo se vino abajo y detrás, pensó, su vida entera. Aquella arruga en la frente, tal y como le había salido, confería a su rostro una expresión ciertamente adusta y preocupada, opuesta por completo al espíritu alegre, mundano e intrascendente que es prioritario exhibir en el ambiente nocturno al que se jactaba en pertenecer. Martina se hubiera podido morir allí mismo; desmayarse como poco delante del espejo, entre la pila y la ducha. Pero no hizo ni lo uno, ni lo otro. Se apoyó con fuerza en el lavabo, después en el toallero y luego en el pequeño mueble de acero inoxidable y metacrilato, donde guardaba todas sus cosas. Alcanzó la ventana con dificultad y la abrió de par en par. Se aflojó el fular de seda natural, acercó la cabeza y respiró cerrando los ojos y abriendo las aletas de la nariz.
La ciudad estaba ya efectuando el cambio. Unos de sus habitantes comenzaban a retirarse después del trabajo y otros iban terminando de acicalarse para la noche. Y una infinidad de luces, de distintos colores, iban apareciendo aleatoriamente en las fachadas de los edificios que Martina contemplaba desde la pequeña ventana rectangular de su cuarto de baño.


Él también salió como cada noche. Sin arreglarse siquiera. Con todo dispuesto. Siguiendo un instinto antiguo y rancio que guiaba sus actos y movimientos.
De alguna manera se sabía descendiente de todos aquellos que, siglos atrás, fueron siendo adiestrados para limpiar los campos de arroz y las acequias de las huertas. Cada noche, como antes hicieron sus padres y sus abuelos y los abuelos de sus abuelos, despierta de su letargo diurno y extiende las alas negras, se descuelga, inicia el vuelo y sale a la calle.
Vuela raso.
Sabe lo que tiene que hacer y lo hace. Sin más. Sin darle vueltas.
Pero algo está cambiando y la ciudad ya no es la misma.
De generación en generación, él y los suyos han ido eliminando los insectos de los humedales donde crece el arroz y las huertas de alrededor. Pero... todo va cambiando muy deprisa y el agua escasea, los huertos desaparecen y las pocas acequias que aún se adentran en la ciudad fueron cubiertas hace tiempo.
Y luego están los estorninos que tomaron las calles del centro… y las campañas de desinsectación que emprende la concejalía de sanidad en cada nueva temporada…
Él se resiste a cambiar. No sabe hacerlo ni quiere hacerlo. En sus genes lleva impreso el recuerdo aprendido con el paso de los tiempos. Lleva muy adentro la esencia de campos verdes y albuferas, heráldicas blasonadas de nobles y leales tierras, y escudos seculares. Sin pretenderlo recuerda con cada nuevo aleteo viejas leyendas que cuentan antiguas historias, como la de aquel murciélago que llegó a enamorarse del dragón del yelmo del rey Don Jaime y que aún se puede ver en lo alto de la Señera...
Debería adaptarse y ceder... pero le cuesta...
El mes pasado, uno llegado del este le enseñó las maneras de otras tierras … pero él se niega a aceptarlo y a dejar de hacer lo que siempre ha hecho; como lo hicieron sus padres y sus abuelos y los abuelos de sus abuelos...
Pero… ¿cuanto podrá aguantar?


También a Martina le cuesta cambiar y adaptarse. Por eso, cada anochecer, después de levantarse y antes de salir, de nuevo, a la calle, se pasa un buen rato intentando ocultar la arruga del entrecejo que le salió el otro día.

Es tarde. Más tarde de lo habitual. La luna cubre las calles de un brillo especial.

Martina, resuelta, con un nuevo peinado y una greña cayéndole sobre los ojos que intenta ocultar su secreto, sale y camina con pasos largos y fuertes en medio de la calzada.
Está inquieta.
No sabe por qué.
Inspira.
Espira.
A lo lejos se oye una sirena.
Y unas luces intermitentes quiebran la luz de la noche.


Vuela raso.
Extiende las alas negras y las mueve con elegancia, arriba y abajo.
Otea.
Elige.
Se acerca.

Ataca.

Ella grita.
Y gimotea.
Se cubre la frente herida con la mano izquierda y se vuelve en medio de la calle.

Acelera el vuelo y se aleja.


Frunce el ceño.
Se queda quieta.

Suena una sirena.

Y la noche rota se tiñe de azul.