jueves, 2 de abril de 2009

A café y a lavanda

La puerta sigue abierta y el marco de madera muestra el blanco intenso y luminoso de siempre.
Nada ha cambiado.
Todo está cómo a ella le gusta: limpio y sin mácula. En permanente estado de revista; por si acaso.

La cortina de pita se mueve con el viento de la mañana. Se entreabre. Y el olor a café recién hecho, que envuelve toda la casa, se expande por el patio que hay frente al salón.

Me acerco.
Escucho sus pasos cortos y huecos sobre el suelo impecable de terracota.
Me gusta tal y cómo es, cómo está ahora, cómo a ella le ha gustado siempre. Por eso me negué y me mantengo firme. No quiero cortinas amarillas en las ventanas, ni cuadros de paisajes verdes sobre las paredes blancas del comedor. Deseo escuchar el eco reverberante de este espacio yermo que no precisa de objetos tibios para albergar algo de vida y darle forma a la estancia. Cambiar algo en la casa sería como invitarla a que se vaya y yo no estoy preparado para que ella se marche; no todavía. Pero él no lo ve del mismo modo que yo. Lo sé y no encuentro la manera de que me entienda. Supongo que simplemente no puede. Y aún así me empeño y espero a que se ponga en mi lugar y la vea, recién peinada, entre esas sencillas cosas que ahora son mías.

Me aproximo lentamente.
El viento mece con mimo las tiras de esparto de la cortina que sigue en la puerta que da al patio y el aroma del café caliente sale a mi encuentro, como lo ha hecho tantas y tantas veces.
Siempre a punto.
Todo dispuesto.
Sin adornos, ni florituras.

Me acerco a la casa y está. Austera y sencilla. Recogida y muda. Pálida y blanca. Enfadada. Oliendo a limpio y a agua clara, a jabón y a lavanda.
Pequeña y frágil.
Sola.

2 comentarios:

  1. Este relato tiene la sencillez y la gracia de lo bueno si breve dos veces bueno.
    LO encuentro exquisito Antonio.
    Mis felicitacions
    Salutacions
    Abulafia

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  2. Muchas gracias, Abu. Seguiré intentándolo.

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