sábado, 2 de junio de 2012

El salto


A punto de saltar, pienso en todas aquellas cosas que hago y que me complican lo que podría ser una simple y sencilla existencia, una existencia tan natural como la de cualquier ser vivo que mata para comer y se tumba después al sol, con el estómago lleno y satisfecho. Pero no puede ser. No puedo. Hay ese algo en mí que me empuja y, simplemente, cedo, no lo rehúyo. Me dejo llevar, tomo impulso y salto. Caigo y el viento frío de la mañana golpea mi cara y todo mi cuerpo. Inspiro y vivo ese instante intenso, que sorprendentemente me parece eterno… hasta qué… súbitamente tiro de la anilla. Y, al abrirse, el paracaídas tira de mí con fuerza hacia arriba y me zarandea con violencia… ¿Y qué sería de mi vida sin estas pequeñas maravillosas cosas que hago muy de vez en cuando…?

martes, 15 de mayo de 2012

Fue


Duró un instante. Pero iluminó sus ojos verdes con brillos azules y sus mejillas se tiñeron de rojo. Fue fugaz. Una sensación, un impulso; ni tan siquiera un pensamiento. Con la mano derecha cubrió su boca y fingió un leve acceso de tos para esconderse de él. Bajó la mirada y acercó hasta el oído el regalo que él le había dado unos pocos segundos antes. Lo agitó. Era liviano, ligeramente alargado, un pequeño paquete envuelto en seda marrón y sujeto por un lazo de raso, amarillo, largo y ancho. Lo movió de nuevo. Hacia arriba y hacia abajo, en silencio. Y entonces volvió a ocurrir. Una idea, otro pálpito irrefrenable, un impulso. Dejó la caja sobre la mesilla de cerezo que había junto al sillón en el que estaba sentada. Se levantó y fue hacia él, tanto se aproximó que le empujó hacia atrás y tuvo que abrazarla para no caerse. Ella no dijo nada ni le dejó hablar a él. Le besó en los labios con fuerza, con pasión y largamente; con la esperanza vana de hacerle olvidar y que no le pidiese, ¿por qué no lo abres, amor?

jueves, 19 de abril de 2012

Sucederá


Cerré los ojos con fuerza y esperé a que ocurriera. Con los labios prietos y la mandíbula tensa, inspiré hondo, hinchando mis pulmones y mi alma a la espera del milagro. Como cuando era un niño. Como cuando por las noches venía mi padre y me decía que todo era posible con tan sólo desearlo de verdad, apretando fuerte los ojos y los puños. Y esperar. Aguanté la respiración y de pronto sentí una tibia brisa golpeándome la cara, aflojándome los labios. Fue una sensación intensa y breve, caliente y húmeda, tanto que no logré recordar desde cuando no sentía algo así. Sin pensar me dejé llevar y abrí los ojos con la esperanza de qué allí mismo, frente a mí... Pero no. La hoja de papel seguía donde la había dejado y tan blanca como la había visto justo antes de cerrar los ojos.

Cada día lo sigo intentando, deseándolo con mayor intensidad, con más ganas. Y cuando ocurra, porque no tengo dudas de que sucederá, me aproximaré suavemente a ti y en un susurro te contaré un cuento.

jueves, 28 de julio de 2011

Por vez primera






Las cosas en la vida vienen y van; las insignificantes y las importantes también. Y las personas, y los recuerdos, y también los deseos, y las ganas de hacer y las de descansar. Todo llega y se va. Viene y se nos pega, aún sin darnos cuenta. Y ahora lo sé, me hice mayor, de repente. Sucedió de improviso, en un instante, en el mismísimo momento en que se acercó hasta mi memoria, y para quedarse, el recuerdo de aquellas otras tardes de verano, siendo un chiquillo. Tardes de parchís y de lectura, de charla a la fresca, de paseos al atardecer y de sueños, vísperas de aromas de jazmín y de perfume en la piel. Gentes y cosas parecen desvanecerse en medio de cualquier lugar... Pero sólo se ocultan, se parapetan detrás de nosotros mismos, a la espera del mejor momento para asaltarnos por sorpresa y mirarnos directamente y sin ambages, a la cara… Sí, ahora ya sé lo que es eso y lo que cuesta aguantarle la mirada a unos ojos grises o verdes o azules, que se fueron y que regresan para clavarse en los adentros, ante el espejo que nos devuelve, sin previo aviso, la imagen entrecana y cansada de una nueva mañana, muy distinta a la de ayer.
Y es que, aunque no nos demos cuenta, aunque nos esforcemos en no querer aceptarlo, todo el mundo lo sabe, siempre hay una primera vez.

miércoles, 12 de enero de 2011

Contigo


Aún no ha amanecido y me levanto con la canción metida en las entrañas.

Salto de la cama y me acerco a los cristales empañados de la ventana que da frente a tu casa. Todo está en calma, nada se mueve y aún así canturreo la canción con la vana esperanza de que la escuches. Nada. Todo sigue a oscuras, quieto. Nada, ni nadie se mueve en la calle que baja desde la colina, con una suave pendiente hasta tu puerta.

Si al menos me oyeses cantar…


¿Es que no te has dado cuenta

De lo mucho que me cuesta ser tu amigo?


Me duele.

Me duele el decirte.

Y el callarme.

Y sin embargo, es ese desasosiego que me roe por dentro lo que me empuja a levantarme cada día con la ilusión de encontrarte y de mirarme pleno en tus ojos verdes….

Pongo la canción y subo el volumen del equipo de música que compré para ti. Pero no lo escuchas y nada cambia. No hay ruidos que me acompañen ni luces que rasguen la negra noche que se obceca en envolverme.

Solo miro hacia la calle y canto…


Necesito controlar tu vida

Saber quien te besa y quien te abriga.


Y es que tú no puedes alcanzar a imaginar hasta cuanto te necesito, y es mi alma entera la que se quebranta ante tu ausencia, aún sin haberte poseído.

Canturreo…


Ya no puedo continuar espiando

Día y noche tu llegar adivinando…

Ya no sé con qué inocente excusa

Pasar por tu casa...


Y espero. Voy de acá para allá y no me muevo. Imaginándote. Viéndote llegar titubeando ante tu casa. Ven, acércate mi vida y ven, párate un instante y escucha esta canción que te canto con todo el alma:


…aunque pueda parecerte un desatino

No quisiera yo morirme sin tener

Algo contigo...

lunes, 9 de agosto de 2010

Vigilante




Vigilante, ¿qué me cuentas de la noche?, leyó en voz alta con la misma expresión altiva de siempre, como solía hacerlo. Después se quedó absorta un instante y más tarde se giró hacia la ventana y miró hacia la calle con detenimiento. No, no había nadie caminando a aquellas horas, cerca de la casa.


Suspiró.


Suspiró y cerró El bosque de la noche, el libro de Djuna Barnes que yo le había regalado unos años atrás. ¡Al fin se había decidido a leerlo!

Se echó un poco para atrás y lo mantuvo apretado con fuerza en su regazo cuando fue a sentarse en mi sillón de lectura.
¡Que hermosa estaba ella aquella noche! No pude resistirme. Me acerqué por detrás, con mucho sigilo y llegué a estar tan cerca de Ruth que apoyé mi barbilla en el respaldo del que, hasta esa misma noche, había sido mi exclusivo territorio.
Ella no me vio. Ni siquiera notó el aroma del perfume que me había puesto antes de salir en su busca. Como solía ocurrir, tampoco esa noche advirtió mi presencia junto a ella... Aún así, a pesar de todo... jamás, hasta esa velada de septiembre, habíamos llegado a estar tan próximos, el uno del otro... A esa circunstancia atribuí el movimiento indolente de su cabeza al acercarme a ella y el hecho mismo de que cerrase los ojos de aquella manera... tan…
Volvió a suspirar y, entre sus labios ligeramente abiertos, vi reflejado en el espejo dorado de la chimenea el brillo húmedo de la punta de su lengua. ¡Cuantas veces ansié rozarla con la punta de la mía y entretenerme, y jugar, y saborearla sin prisas! Nunca antes había notado la tibieza de su espalda en mi pecho como en aquella noche extraña de finales de verano... Ni tampoco el cálido aliento de su boca en mi cara al inclinarme hacia su rostro... Ni la suavidad de sus carnes prietas entre mis brazos, ni el olor embriagante de su piel...


Suspiré.

A lo lejos, el sonido metálico de un rayo en medio de la tormenta hizo que ella se levantase y fuese hasta la ventana de nuevo. Descorrió levemente el visillo de lino y buscó en la calle como lo había hecho unos pocos minutos antes.
No había nadie.

Durante un buen rato la estuve observando sin moverme.
Dejé que retrocediese y fue entonces cuando me puse delante de ella, a unos milímetros escasos de sus pechos tersos, de sus caderas generosas...
Di un paso más... y otro...

¡Dios, que hermosa estaba ella aquella noche de septiembre…!


¡Ahora que ya no soy... puedo acercarme a mi esposa sin que ella me rechace!

jueves, 8 de julio de 2010

Dos

Martina abre la nevera y saca un par de huevos. De los morenos, de los que compró unos días antes en la parada del mercado central. Donde siempre.

Los sospesa y los deja sobre el mármol blanco de la cocina.

Se vuelve y cierra la puerta del frigorífico.

Permanece, así, quieta, durante un buen rato; como mirando a través de la ventana que da al patio de luces. Pero sin fijar la mirada, sin ver.


Después, acerca la silla que utiliza a veces para cocinar y se sienta. Pone sus manos sobre el regazo, respira hondo y cierra los ojos.


Está cansada.



No podría precisar cuánto tiempo ha permanecido en esa posición: sentada en silencio, sin moverse, con las manos apoyadas sobre los muslos. En realidad le da lo mismo, prefiere no pensar en nada. Aunque, a decir verdad, siempre le ha resultado difícil dejar la mente en blanco, desde niña. Es su forma de ser, darle vueltas a las cosas una y mil veces.



Empuja la silla hacia atrás y se levanta.


Siente frío.

No ha tomado nada desde la tarde anterior, y de eso hace más de veinticuatro horas. Para desayunar, hoy intentó tomarse un vaso de leche tibia, pero no pudo. Sólo bebió dos sorbos, lo suficiente para tragarse las pastillas de la tensión y la aspirina.


Suspira.


Saca un plato hondo del armario de arriba y lo pone junto a los huevos.

Luego abre el cajón de los cubiertos y ordenadamente dispone un tenedor, un cuchillo y unas pequeñas patatas que ha cogido del verdulero.


No, hoy no podría comerse una tortilla de patatas para cenar. No tiene apetito. A media tarde se hizo una manzanilla con unas gotitas de limón. Claro que si él estuviese aquí, habría insistido y ella, como casi siempre, hubiese cedido. Aunque fuera para que la dejase en paz. Él había sido un hombre de carácter.


Pero no está.


A su esposo le gustaba mucho la tortilla de patatas. Como ella la hacía.


Primero ponía la sartén al fuego y cuando el aceite estaba bien caliente echaba las patatas cortadas muy finas. Después, antes de que se dorasen, las sacaba con cuidado con la espumadera, los pasaba por papel absorbente y las echaba en un plato con los huevos bien batidos, un poco de leche y una pizca de pimienta blanca. Luego lo apretaba todo, lo machacaba bien y lo dejaba en reposo durante un rato, para que las patatas se embebieran. Retiraba casi todo el aceite de la sartén y volvía a ponerla al fuego, con unas gotas de aceite, y vertía la mezcla con suavidad.

Cuando cuajaba le daba la vuelta y lo sacaba.


Pero Martina no tiene hambre hoy.


Guarda las patatas y casca los huevos.


Cuando anda con el estómago revuelto, nada le sienta mejor que una tortilla a la francesa poco hecha, con una punta de pan recién traído del horno.


Pausadamente remueve las claras, pincha las yemas con las púas del tenedor y les echa una poco de sal. Luego, bate los huevos. Una, dos, siete veces, catorce, casi de forma automática, inconscientemente, con ritmo, con tanta fuerza, con tanta rabia contenida que resulta inevitable que algo se derrame sobre el mármol blanco de la cocina.


Se enfada.

Con ella misma.

Musita en voz baja, inaudible.

Frunce el ceño y todo el rostro se le repliega hacia los labios.


No quiere llorar.


Se limpia las manos con un paño que tiene colgado junto al papel de cocina y se pasa el brazo por la cara.


Está destemplada.

Se estira la bata y vuelve a hacerse el nudo con una lazada simple.


Durante los últimos meses todo había ido a peor. Ella y Florián, su esposo, se pasaban el día discutiendo por cualquier cosa, como críos mal educados. No aguantaba más. De hecho, justo antes de que viniesen a buscarle, acababan de tener una discusión por una tontería que ahora, sola en la cocina, era incapaz de recordar.


¡Y ya ves! Daría cualquier cosa por tenerle delante, mirándola hacer la torilla. O, si acaso, porque la estuviera sentado en el sillón del comedor, sin hacer nada, esperando que ella le llevase la cena en una bandeja.


Pero no está.

Se lo llevaron por la tarde.

Martina no tuvo elección.

Aún así, cincuenta años juntos son muchos años, muchas cosas.


Siempre los dos, los dos solos.


¡Siempre había deseado ser madre!

Él no tuvo la culpa.

Nadie la tuvo.

Tampoco ella.


Es normal sentir la ausencia y ese silencio que lo llena todo, la casa entera. Sólo se escucha el chisporroteo del huevo cuajándose en el aceite hirviendo.


Apaga el fuego.


Atrapa una lágrima con la punta del pulgar.

Mira hacia fuera, a través de la ventana de la cocina que da al patio interior.


¿Hasta cuando?