martes, 1 de diciembre de 2009

Viento de levante


El viento de Levante había arrastrado las nubes lejos de allí y ahora mecía los arrozales que circundaban la albufera. A lo lejos, los coches que llegaban desde El Saler o Cullera parecían deslizarse sobre una alfombra de color verde brillante. Quieto, junto a la acequia, miraba a su alrededor sin detenerse en ningún detalle, como queriendo mezclarse con todos ellos. Bajo un cielo intensamente limpio y azul, notaba el calor del sol en su piel mientras la calle olía a paella y a mar.
¡Es curiosa la fuerte impronta que dejan los sentidos en nuestra memoria! ¡Con qué suavidad son capaces de llevarnos tan lejos!


Al día siguiente dejó el hotel después de desayunar. Antes había llamado a sus padres. Les había mentido otra vez. Ahora les dijo que llegaría a cenar. Si ellos supiesen que había llegado a Valencia veinticuatro horas antes y que se había hospedado en un hotel no lo entenderían, pero a buen seguro se enfadarían con él. Y, en realidad, era tan sencillo como considerar que simplemente necesitaba tiempo. Tiempo para recorrer las calles que habían guiado sus pasos años atrás, y para visitar los lugares que no había visto desde hacía tanto y para redescubrirse de nuevo en ellos. No, no es lo mismo llegar para pasar un fin de semana que regresar al fin, veinte años después, y hacerlo para quedarse. Claro que ahora, caminado por la plaza de la Virgen y la calle de Caballeros... no lo tiene tan claro.

Aquella mañana extra conseguida con mentiras, paseó por las calles de siempre, comió un arroz al horno en un restaurante del centro… y estuvo un buen rato dando vueltas por una Valencia que no le era enteramente nueva pero que tampoco tenía el aspecto de la ciudad que llevaba en su recuerdo.
A las ocho de la noche se plantó frente a la puerta del patio de la casa de sus padres, sacó la llave y abrió.


Desde que su esposa se fue de casa con los niños, él no ha dejado de llamar a sus padres ni una sola noche y en todas esas llamadas su padre, antes de colgar el teléfono, siempre le ha hecho la misma pregunta: ¿Estás solo, hijo? Como el viento al arrastrar las hojas del otoño, la ruptura de su matrimonio hizo que todo cambiase de sitio para volverse a colocar.


Todo se parecía pero nada era lo mismo. Era como si sus padres se hubieran transformado en niños demandantes de toda la atención... sin desdeñar por eso la patria potestad y el poder de decidir por él... No, nada era igual y sin embargo había como un empeño en todo por aparentar que nada había cambiado... ¿Y si fuese sólo él?



Es domingo y el viento de levante empuja las palmeras de la avenida. Él las observa agitarse desde el otro lado de la ventana. Las ve zarandearse sin ofrecer resistencia, arquearse y volverse a levantar. Una y mil veces. Con cada embestida. Como aquellos juncos del cauce del Túria, con los que jugaban de niños durante la Pascua.



Al principio aguantó, pero cuando le echaron del trabajo todo se complicó y se precipitó de repente.
Llamó a sus padres, preparó las cosas y decidió regresar a la ciudad en la que había nacido, sin darse cuenta de que en realidad estaba escapándose de nuevo.
Pero se fue y volvió.



Las persianas, empujadas por el viento de levante, golpean los cristales. Él está solo en el comedor, sentado en el sofá de flores azules y grises. No ha cenado ni tampoco ha comido bien. Tiene frío. Los olores que vienen de la cocina no son los que recuerda, ni tampoco los sonidos que envuelven la casa y le circundan le resultan familiares. El pasillo ya no huele a arroz con pollo ni a sepia a la plancha, a carne con patatas. Ya no se escucha la radio ni a los niños del piso de arriba corriendo de un lado para otro.
Entorna los ojos y ya no es capaz de ver el sillón orejero en el que se sentaba su padre cada noche después de cenar.



A la mañana siguiente se levanta y hace las maletas.
Les dice que le llamó su abogada a primera hora y que debe regresar a Barcelona a la mayor brevedad posible.
Desayuna con ellos y les da un beso. A su madre, en el comedor y su padre, en el descansillo de la escalera. El anciano quiere acompañarle hasta el ascensor, pero está cansado. Se apoya en el marco de la puerta del piso y le ve marcharse sin decirle nada. Le observa mientras espera. Abre y se despide con un gesto.
El hombre escucha el ruido del motor ponerse en marcha y detenerse.
Espera un instante en silencio junto a la puerta abierta.
Entra en la casa.
Cierra.
Echa la llave.
Le da dos vueltas.