martes, 14 de abril de 2009

Tanteo

Verle salir con el paso decidido y firme y charlando con un amigo al que yo no conocía, era, después de todo, una auténtica satisfacción. Es más, si he de ser absolutamente sincero, debo confesar que me produjo esa pizca de orgullo que te va royendo por dentro y aflora a los ojos, sin poderlo evitar.
Todo había cambiado y lo había hecho en muy poco tiempo.
Le observaba sin que él se diese cuenta de que le estaba mirando. ¡Se le veía feliz! Al hablar, lo hacía con un cierto aire de suficiencia y sus movimientos, antes torpes, eran ahora precisos y contundentes.


Cuando me dijo que había decidido dejar el fútbol, le apoyé.
Y también lo hice cuando me dijo que se estaba planteando integrarse en el equipo de baloncesto.
Conociéndole como le conozco, supe cuanto ponía en juego con aquella decisión. Resultaba evidente que necesitaba ser uno más del grupo, contar con su aprobación… A punto de cumplir los doce, la nuestra, la de casa, había dejado de serle suficiente.
El fútbol no le funcionó y, aunque nada indicaba que fuera a suceder lo mismo con el baloncesto, yo temía que su aventura terminase en un nuevo fracaso. Sólo por ello, le hubiera aconsejado que se decantase por una actividad, digamos, menos “arriesgada”, menos comprometida, más individual y solitaria como podría ser la literatura o el cine. Pero él fue mucho más valiente que yo y siguió adelante. Yo me limité a dejarle hacer, aunque sin perderle de vista.
El día de su primer partido, cuando salió a la cancha y se dispuso a lanzar los dos tiros libres sobre el tiempo cumplido del cuarto tiempo, me temblaron las manos.
Se colocó, separó un poco las piernas, botó la pelota, la sostuvo entre las manos, se preparó y lanzó: ¡canasta!
El pabellón enteró rugió durante un breve instante.
Silencio.
Volvió a botar la pelota y miró desafiante el aro. Si fallaba perderían, si encestaba quedaba abierta la posibilidad de ganar.
Movió los hombros, flexionó las rodillas, levantó los brazos, inspiró, se concentró y volvió a lanzar.

Después de aquel partido todo cambió.


Sí, me sentía orgulloso de él.
Verle salir del instituto después de todo aquello, charlando con un amigo, me llenaba de satisfacción. Los estuve observando desde la acera de enfrente. Cuando se despidieron, crucé la calle y me acerqué a él. Me miró agachando la cabeza y levantando las cejas, apretando los labios, frunciendo la barbilla.
Bajamos juntos hacia la estación casi en silencio.
Le pregunté si le apetecía que comiésemos allí mismo, en Vilanova.
Asintió.
Eligió un restaurante chino, que estaba al final de la rambla, y al que solía ir con su madre alguno de los fines de semana que pasaba con ella.
Nos sentamos junto al ventanal que daba al puerto deportivo.
Charlamos de muchas cosas, como nunca antes lo habíamos hecho. Me habló de sus nuevos amigos, de los deberes de clase, del instituto, de su puesto de pívot en el equipo de baloncesto… y de la responsabilidad que había adquirido con sus compañeros después de la victoria…
Llamó al camarero y le ordenó que retirase el platito de pan de gambas para evitar que yo picara y pidió por los dos.
Entre el ir y venir de una ensalada tres delicias y arroz frito con pollo y unos platos de ternera picante y de cerdo agridulce me fijé, mientras me hablaba, en como se le habían afilado las facciones durante el verano, en su forma de vestir, de mirarme…
Pidió la cuenta, pagué y salimos a la calle.
Hombro con hombro anduvimos hacia la estación y aún llegamos a tiempo de coger el tren de las tres y media, hacia Barcelona.

2 comentarios:

  1. Precioso escrito Antonio, me puedo figurar de donde procede y tu maravillosa ilusión, me ha hecho mucha gracias eso del platito para que tu no piques....
    !!!
    Se ha hecho mayor Antonio !!!!
    Un beso, siempre con cariño
    Abulafia

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  2. Se hacen mayores, Abu.
    Como siempre, gracias.

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