martes, 28 de abril de 2009

El estruendo de un susurro a media voz


Ana no puede más pero permanece sentada en la sala de espera de la clínica del dolor. Teme ausentarse un instante si quiera, por si la llaman para pasar al despacho del Dr. Muñoz. Pero no sabe si aguantará. Lo achaca a la pastilla que toma cada mañana; una pequeña y blanca cuyo nombre nunca recuerda. Mira. No hay nadie a su alrededor. Junta las piernas y aprieta, con ambas manos, el gastado bolso negro que le regaló su hermana para Navidad.
Frunce el ceño.
Arruga la frente.
Cierra los ojos.



Ana abre el grifo del agua caliente y se lava las manos con un poco de jabón desinfectante, que no huele a nada, y que casi no hace espuma. Ya se siente mucho mejor. Y, además, no ha escuchado su nombre a través de la puerta, que dejó entornada, después de apagar la luz para que nadie la viera desde el pasillo. Se frota con fuerza. Una mano contra la otra. Y se mira en el espejo empotrado del cuarto de baño. Parece sonreír aliviada. Es una mueca leve, insignificante, quizá algo irónica pero sin un atisbo de sarcasmo. Sí, se reñiría a sí misma por el mero hecho de ser como es. Pero no va a hacerlo. Primero porque está muy cansada y segundo porque, después de todo, sabe que no puede evitar comportarse de ese modo. Con los años, dice, una acaba acostumbrándose a todo… a casi todo, en realidad; se corrige entre dientes, delicadamente.
Se inclina un poco hacia delante y cierra el grifo. Es extraño que no hayan puesto aquí uno de esos automáticos… que se paran solos, piensa.
Arranca con dificultad un pedazo de papel del dispensador que tiene colgado a su derecha, a la izquierda del espejo, y se seca las manos con suavidad. Mueve la cabeza con expresión de disgusto. Ciertamente tiene muy mala cara, se dice. Y el vestido negro, que se puso por la mañana, no le favorece nada. Ni tampoco el cabello ralo y cano que todavía no ha comenzado a salir después de la última tanda… ¡Cómo le ha cambiado el rostro en todos estos años! Y casi sin darse cuenta, como se va acabando el año al llegar septiembre o como se marcha la vida misma cuando se llega a su edad, y de ese modo.
Con las manos cerradas, sintiendo sobre las palmas ásperas la punta dentada de las uñas, se apoya sobre la repisa del lavabo y comienza a recorrer, una a una, las líneas de su cara como si fuese la primera vez que las ve. Mira bajo los ojos verdes y tristes, entre las cejas descuidadas, sobre la frente y bajo el mentón, junto a los labios rectos y prietos… Y de repente se da cuenta de que Margarita estaba en lo cierto. Margarita Martínez, su amiga de toda la vida y un poco bruja según la gente del pueblo, le decía que en las líneas de las manos estaba escrito el futuro y que, en cambio, las del rostro van dejando en evidencia un pasado, siempre difícil de esconder. Por eso a ella, le gustaba maquillarse nada más levantarse de la cama y llevar siempre los labios bien rojos. Para que los hombres, le contaba, se fijaran en ellos al cruzarse por el paseo.
Hacía mucho que no se acordaba de Margarita.
La última vez que la vio fue en la estación de autobuses de Motilla del Palancar. En una maleta marrón llevaba todo aquello que de material poseía en el mundo, el futuro escrito en sus manos y en el rostro el motivo de su partida. Iba vestida de azul celeste y llevaba unos pendientes de botón, grandes y tan blancos como los guantes de seda que se puso ese día para ocultarse las manos. Y los labios muy rojos.
Dos semanas después la encontraron en la cuneta de un camino, cerca de Salamanca. Con la maleta abierta de par en par y vacía, y la cabeza desencajada.

Ana alarga la mano, cierra la puerta con cuidado, para no hacer ruido, y pasa el pestillo.
Se acerca al espejo empotrado y vuelve a mirarse en él, secándose el ángulo de los ojos con la punta del pañuelo.
Es curioso el aspecto que tiene, de pronto, bajo esa luz intensamente blanca y cenital que se refleja y rebota sobre las baldosas brillantes del cuarto de baño.
Ciertamente el negro no le sienta nada bien.
Debería vestirse de cualquier otro color. De azul marino, por ejemplo. O de gris marengo. O mejor aún, de malva. Siempre le ha gustado el malva aunque nunca se atrevió a ponérselo encima… ¿Qué pensaría el doctor Muñoz si la viese entrar en su consulta con un vestido camisero en tonos malvas… y un poquito escotado?
Sonríe, al imaginárselo, viéndose en el espejo.
Seguro que diría que se había vuelto loca.
O que habría empeorado del tumor.
Lo ve preocupado, mirándola desde el otro lado de la mesa, con la bata desabrochada y la camisa por planchar. Va buscando sus ojos verdes para decirle que esté tranquila, que hay unos nuevos tratamientos…
Su rostro se relaja un instante, como el de una niña a la que acaban de perdonar, y un brillo nuevo asoma a sus ojos almendrados como si pudieran ver, de repente, un no sé qué… que jamás había imaginado… Pero enseguida siente frío y luego miedo y teme ir más allá y ver aquello que ella no quiere…
Y llaman a la puerta.
Ocupado, responde Ana.
Vuelven a llamar.
Y ahora calla.
Y permanece muy quieta. Sin moverse para no hacer ruido. Para que nadie la oiga. Sin levantar la mirada…

Y es entonces, en el cuarto de baño de la sala de espera, cuando le vienen a la memoria las formas toscas de su esposo y siente el calor de su cuerpo junto al suyo, frente a frente, en el espejo. ¿Qué hubiera dicho él si un día, y por sorpresa, la hubiese visto llegar de la calle con un vestido de organdí, con mucho vuelo, y ceñido al cuerpo por un ancho cinturón malva de charol y los labios pintados con carmín?

Bajo aquella luz tan blanca, sus ojos verdes le parecen aún más verdes y sus labios todavía más gruesos. Y se sorprende. Y no debería sorprenderse. Remedios, su hija mayor, sacó de ella sus rasgos rotundos y sensuales y su talle; y de su padre las manos anchas, los dedos gruesos y cortos y sus gestos y maneras torpes.
Allí dentro, sola, frente a frente, añora el olor agrio y dulzón de la piel de su hija recién nacida y el tacto suave y tibio de su cuerpo al estrecharla entre sus brazos, poco después de parir.
Se mira fijamente y en sus pupilas negras ve el luto de tantos años y de tan adentro y ese silencio callado y suyo, ante tantas cosas sin sentido.
Y se ve como nunca antes se ha visto: desnuda y vestida de negro.

Tiembla.

Siente frío y una punzada en la cadera derecha.

Se apoya en el lavamanos para no caerse.
Frunce el ceño, respira hondo y espera.

Escucha la voz atiplada de Margarita y huele su perfume de siempre, con notas de jazmín y de almizcle.

Va cediendo.
Ya casi no duele.

Se ahueca el cabello con sus dedos desnudos y largos y se humedece los labios secos con la punta de la lengua.

Abre.

Sale.

Y erguida, y a pasos cortos, cruza lentamente el espacio vacío y blanco de la sala de espera, sin detenerse. En silencio. Sin mirar atrás.

jueves, 23 de abril de 2009

En voz baja


Va vestida de negro, como siempre. Al menos desde que es capaz de recordar.
Está sola. Su figura, muy estropeada en los últimos meses, resalta frente a las baldosas blancas de la sala vacía. Lleva una pequeña mancha en la falda, a la altura del muslo derecho. No la había visto y le incomoda. Le molesta no haberla descubierto al vestirse, no haberse cambiado de ropa antes de salir de casa, llegar manchada a un lugar como aquel, tan blanco y tan limpio. Hace un gesto casi imperceptible y sigue callada.
Mira hacia abajo. Agacha la cabeza y cruza las manos sobre el regazo.
Lleva casi media hora sentada en el banco, en silencio. Nadie ha pasado cerca de ella en todo este tiempo. Tiene la sensación de haberse pasado la vida en medio de todos los caminos, como… por si acaso, esperando. Sólo esa sensación.
Las tardes de invierno, junto a la lumbre, su madre le contaba lo pequeña y fea que fue al nacer y lo mucho que le costó a la comadrona que rompiese a llorar, a respirar con fuerza. ¡Lo que son las cosas!, se dice. Ahora echa de menos aquellos ratos y hasta el olor de la lumbre y el de los sarmientos al arder y del tocino chisporroteando en la sartén de hierro, negra.
Ana siempre había sido una mujer justa de carnes, menuda y resignada, de pocos ruidos. Aguantó en silencio los desplantes de la vida misma y de sus gentes. Sin levantar la voz encajó las bofetadas perdidas de su madre, las burlas en el colegio y las bromas de los muchachos en el baile de las fiestas de la Virgen de Agosto. Sin oponer resistencia, mansamente, del mismo modo que la corriente del río Magro discurre junto a la Ermita del Cristo, se dejó humillar por Rosendo desde la misma noche de bodas. Con un susurro aceptó ser su novia por no llevarle la contraria, y, unas semanas más tarde, fue su mujer frente a la imagen de la patrona del pueblo y del Padre Raúl. Se hizo cargo de las manías de su esposo, de sus modos hoscos y recios, de sus ausencias frecuentes y de esos regresos suyos buscando sus oquedades y oliendo a alcohol y a esencias de mujer. Se le llenó la vida de hijos a los que parió, uno tras otro, sin un gemido y a los que sacó adelante. Los crió y se ocupó de ellos cuando estuvo casada y también cuando enviudó. Lo hizo sin aspavientos, sin una queja. Hasta que se fueron marchando de casa sin despedirse: unos muy lejos de allí y otros muy abajo.
Pero ahora es diferente. Ahora tiene miedo de no poder seguir callando y una lágrima le resbala por la mejilla, la derecha. Se pasa la mano abierta por la cara y mete sus dedos finos entre los cabellos grises y deslustrados.
Respira hondo. Tiene frío allá en medio y sola. Se encoge un poco más.
A lo lejos oye gente que se ríe de chistes que no comprende y unos pasos cansados, que suenan huecos y que se alejan.
Baja la mano y la pasa, muy abierta, por el lado derecho de su vientre, como tantas veces, sin darse cuenta.
Hace unos meses tan sólo, cuando el médico le dio el resultado de la biopsia, estuvo a punto de perder la compostura. Duró un instante. Pero supo controlarse y no levantó la voz. Se mordió con fuerza el labio inferior que comenzaba a temblarle y en una lágrima muda ahogó toda su pena.
Hoy tiene miedo. Teme no poder aguantar ahora, al final, después de todo lo que ha pasado.
Nunca había imaginado que existiese un lugar como aquel y ahí está ella, sentada en una sala de espera amplia y blanca que no consigue ocultar el pasillo que fue, casi cien años atrás. Un espacio abierto y casi vacío, sin muebles, con un cuadro de Monet lleno de puntos en los que perderse y con las ventanas altas y viejas. Entreabiertas pero que no consiguen dejar que entre la luz del día, sólo la humedad de la mañana.
Ana confía en el joven doctor Muñoz.
Cuando este le aconsejó visitar la Clínica del Dolor, lo hizo con una sonrisa que pretendía ser cálida y que le llenó toda la cara. Ella aceptó sin rechistar. Claro que tampoco había muchas más posibilidades en su situación.
Todo irá bien, seguro, se dice en voz muy baja.
Una enfermera cruza la sala de espera de uno al otro lado con una batea en las manos y se le acerca. ¿Me decía algo, señora?, le pregunta mirándole a los ojos. Ana calla y devuelve la mirada. Sonríe y hace un gesto de negación con la cabeza. Muy ligero y baja la mirada.
Sigue con las manos cruzadas, ahí, vestida de negro, en medio de la pared blanca.
Acaricia la palma de la mano derecha con la punta del pulgar de la otra mano.
Sonríe, sabe que lo va a conseguir. Será cualquier día; una mañana o quizá un atardecer.
Y se irá, como ha vivido la vida. Sin hacer ruido y en voz baja.

martes, 21 de abril de 2009

Entre las manos

Ha llovido toda la noche y Juan está cansado; un poco más de lo que viene siendo habitual para él últimamente. Anoche le costó coger el sueño y, además, tuvo que levantarse varias veces para ir al lavabo.
Después de cenar, se sentó un rato a ver la tele en el sofá de flores azules, pero nada consiguió distraerle y se fue a la cama temprano, mucho antes que otros días.
¡Total para nada!
Claro que tampoco debiera preocuparle demasiado. Juan lleva el ritmo cambiado desde que pasó lo que pasó; y de eso hace ya cerca de tres años.
De hecho, los tres en la casa llevan el ritmo cambiado desde entonces. Sagrario, su mujer desde hace más de 54 años, no duerme, dice, por los dolores de las rodillas. Unas noches por culpa de la rodilla derecha y otras por los dolores que le provoca la izquierda; y también, pese a que no lo dice, por las largas siestas de cada tarde y que no está dispuesta a dejar. Tampoco Francisco, su hijo menor, concilia el sueño por las noches debido a que se pasa el día medio dormido por las pastillas blancas que toma porque no dejaba de mover las piernas cuando se pasaba un rato sentado.
Como todos los días de fiesta, por la mañana, después de tomar un vaso de café con leche descremada y unas galletas, Juan se encierra en la cocina, a solas. Hace meses hicieron un pacto que acataron todos. Sagrario prepararía la cena, Francisco tendría a su cargo el desayuno y él, Juan, los domingos y festivos, se encargaría de fregar los platos.
Los días laborables lo hace María.
Son las 10 y media pasadas y ha dejado de llover pero Juan está torpe y lento. Más que otras veces. Hoy, nada más despertarse, al ir a levantarse, se ha mareado. Ha tenido que sentarse en la cama, en el lado derecho. Ha cogido de la mesilla el vaso que deja cada noche antes de acostarse, se ha puesto dos o tres cucharadas de azúcar, ha bebido un poco, ha cerrado los ojos un rato y ha esperado a que dejaran de darle vueltas todas las cosas del dormitorio. Juan cumplió 85 años en enero y desde los 82, al levantarse, se le va un poco la cabeza. Antes, cuando estaban todos en casa, no le pasaba.
Hoy es 14 de octubre y no se le olvida que su hijo mayor hubiera cumplido 48. Hace casi tres años que murió. Desde aquel doce de enero, Juan, después de despertarse, no sabe que hacer con su vida. Y aún menos los domingos y días de fiesta, aunque hace mucho tiempo que se jubiló.
Cada domingo, y hoy lo es, entra en la cocina, abre la ventana, entorna la puerta para que nadie le interrumpa y friega los platos de la cena y los del desayuno, que le van trayendo. El resto de los días lo hace María, la chica que cuida de los tres desde que su mujer salió del hospital por última vez, el invierno pasado. Al principio se opuso a contratarla pero Sagrario necesita unos cuidados que él no puede darle.
Antes, muchos años atrás, todo era diferente.
Desde que se casaron ella se encargó de la casa y de los hijos y él de ganar el dinero para pagar el piso, la comida, la ropa, el colegio y lo que hiciera falta.
Ahora, Juan, piensa que debería tener a sus hijos alrededor, cuidando de él. Pero lo cierto es que se pasa las mañanas enteras, sentado, callado, con los ojos entornados y la boca cerrada con fuerza esperando que llegue la hora de la comida, y las tardes pensando en la hora de cenar. Muchos días, a media tarde, después de levantarse de la siesta, se sienta junto a su esposa y se echa un sueño extra en el sofá, acurrucado y de lado, para que el día se acorte.
Así, menos los días de fiesta por la mañana.
Hoy, por ejemplo, ha lavado el mismo plato tres veces seguidas y ni siquiera se ha inmutado. Puede que ni se haya dado cuenta.
Levanta el plato por un lado, cierra el grifo, lo pone a escurrir, apoya las manos mojadas en la pila y mira por la ventana que da al patio interior.
La vecina de enfrente ha puesto plásticos encima de la ropa tendida pero ya no llueve ni tampoco entra el sol por la claraboya del edificio de 15 plantas.
Permanece así un rato en el que parece que nada ha pasado y abre, de nuevo, el grifo, coge otro de los platos ya secos y vuelve a pasarle el estropajo verde con un chorro de lavavajillas al limón.
Su mujer le llama desde el comedor pero no responde. La imagina sentada, esperando que él llegue. No hace caso y sonríe como un niño al escuchar como ella se enfurruña y le llama viejo y chocho, por no querer reconocer que está quedándose sordo.
Hoy es catorce de octubre y Juan no tiene prisa en acabar.
Sabe muy bien que cuando termine de arreglar la cocina se sentará, otra vez, en el sofá de flores azules del comedor. Hoy, lo sabe bien, su hijo mayor no vendrá a recoger el regalo de cumpleaños, ni le contará sus problemas con la nuera, ni dirá que viene a echarles un vistazo y ver como se encuentran, ni se irá al poco de llegar después de tomarse un cortadito.
Siente frío, como si estuviese lloviendo todavía, y una presión en la boca del estómago que casi no de deja respirar.
Debería quitarse la bata de estar por casa, el pijama, y vestirse de domingo, pero no tiene ganas y se queda muy quieto en la cocina, junto a la pila de piedra blanca, con un plato entre las manos y mirando por la ventana del patio de luces.
Es curioso como pasan los años, piensa, mientras sacude la mano derecha al sentir como se le agarrotan los dedos índice y pulgar.
Resopla.
Deja el plato en el fondo de la pila y mira sus manos.
Y cierra los ojos suavemente.
Y escucha unas risas alrededor que cree conocer muy bien pese a los años que han pasado. Y, entonces, nota como si unas manos menudas y ágiles le agarran por la pernera del pantalón del pijama y tiran de él hacia el pasillo de la casa, camino del comedor…

jueves, 16 de abril de 2009

Desde la A hasta la zeta, entre su piel y la tuya




El amante la besó en la boca y la colmó con sus dedos.
Se echó a su lado para subirse después encima y quebrar su frialdad haciéndola gozar como nadie antes lo hizo. Quemó el hielo de su indiferencia hasta oírla jadear. Y le retiró el kimono, deshizo los lazos y le metió ambas manos por debajo, hasta llegar a sus nalgas. La liberó de los ñudos de su alma y habitó, como si fueran suyas, en todas sus oquedades. Y jugó, como un niño, por entre sus pechos duros.
La quiso y quiso retenerla en solitud y para él.
Se trabó con ella y se unció con los jugos y venenos de ese cuerpo joven y prieto que recorrió todo entero en busca de la w, y de la x y, también, de la y (la griega) y de la z.

martes, 14 de abril de 2009

Tanteo

Verle salir con el paso decidido y firme y charlando con un amigo al que yo no conocía, era, después de todo, una auténtica satisfacción. Es más, si he de ser absolutamente sincero, debo confesar que me produjo esa pizca de orgullo que te va royendo por dentro y aflora a los ojos, sin poderlo evitar.
Todo había cambiado y lo había hecho en muy poco tiempo.
Le observaba sin que él se diese cuenta de que le estaba mirando. ¡Se le veía feliz! Al hablar, lo hacía con un cierto aire de suficiencia y sus movimientos, antes torpes, eran ahora precisos y contundentes.


Cuando me dijo que había decidido dejar el fútbol, le apoyé.
Y también lo hice cuando me dijo que se estaba planteando integrarse en el equipo de baloncesto.
Conociéndole como le conozco, supe cuanto ponía en juego con aquella decisión. Resultaba evidente que necesitaba ser uno más del grupo, contar con su aprobación… A punto de cumplir los doce, la nuestra, la de casa, había dejado de serle suficiente.
El fútbol no le funcionó y, aunque nada indicaba que fuera a suceder lo mismo con el baloncesto, yo temía que su aventura terminase en un nuevo fracaso. Sólo por ello, le hubiera aconsejado que se decantase por una actividad, digamos, menos “arriesgada”, menos comprometida, más individual y solitaria como podría ser la literatura o el cine. Pero él fue mucho más valiente que yo y siguió adelante. Yo me limité a dejarle hacer, aunque sin perderle de vista.
El día de su primer partido, cuando salió a la cancha y se dispuso a lanzar los dos tiros libres sobre el tiempo cumplido del cuarto tiempo, me temblaron las manos.
Se colocó, separó un poco las piernas, botó la pelota, la sostuvo entre las manos, se preparó y lanzó: ¡canasta!
El pabellón enteró rugió durante un breve instante.
Silencio.
Volvió a botar la pelota y miró desafiante el aro. Si fallaba perderían, si encestaba quedaba abierta la posibilidad de ganar.
Movió los hombros, flexionó las rodillas, levantó los brazos, inspiró, se concentró y volvió a lanzar.

Después de aquel partido todo cambió.


Sí, me sentía orgulloso de él.
Verle salir del instituto después de todo aquello, charlando con un amigo, me llenaba de satisfacción. Los estuve observando desde la acera de enfrente. Cuando se despidieron, crucé la calle y me acerqué a él. Me miró agachando la cabeza y levantando las cejas, apretando los labios, frunciendo la barbilla.
Bajamos juntos hacia la estación casi en silencio.
Le pregunté si le apetecía que comiésemos allí mismo, en Vilanova.
Asintió.
Eligió un restaurante chino, que estaba al final de la rambla, y al que solía ir con su madre alguno de los fines de semana que pasaba con ella.
Nos sentamos junto al ventanal que daba al puerto deportivo.
Charlamos de muchas cosas, como nunca antes lo habíamos hecho. Me habló de sus nuevos amigos, de los deberes de clase, del instituto, de su puesto de pívot en el equipo de baloncesto… y de la responsabilidad que había adquirido con sus compañeros después de la victoria…
Llamó al camarero y le ordenó que retirase el platito de pan de gambas para evitar que yo picara y pidió por los dos.
Entre el ir y venir de una ensalada tres delicias y arroz frito con pollo y unos platos de ternera picante y de cerdo agridulce me fijé, mientras me hablaba, en como se le habían afilado las facciones durante el verano, en su forma de vestir, de mirarme…
Pidió la cuenta, pagué y salimos a la calle.
Hombro con hombro anduvimos hacia la estación y aún llegamos a tiempo de coger el tren de las tres y media, hacia Barcelona.

jueves, 2 de abril de 2009

A café y a lavanda

La puerta sigue abierta y el marco de madera muestra el blanco intenso y luminoso de siempre.
Nada ha cambiado.
Todo está cómo a ella le gusta: limpio y sin mácula. En permanente estado de revista; por si acaso.

La cortina de pita se mueve con el viento de la mañana. Se entreabre. Y el olor a café recién hecho, que envuelve toda la casa, se expande por el patio que hay frente al salón.

Me acerco.
Escucho sus pasos cortos y huecos sobre el suelo impecable de terracota.
Me gusta tal y cómo es, cómo está ahora, cómo a ella le ha gustado siempre. Por eso me negué y me mantengo firme. No quiero cortinas amarillas en las ventanas, ni cuadros de paisajes verdes sobre las paredes blancas del comedor. Deseo escuchar el eco reverberante de este espacio yermo que no precisa de objetos tibios para albergar algo de vida y darle forma a la estancia. Cambiar algo en la casa sería como invitarla a que se vaya y yo no estoy preparado para que ella se marche; no todavía. Pero él no lo ve del mismo modo que yo. Lo sé y no encuentro la manera de que me entienda. Supongo que simplemente no puede. Y aún así me empeño y espero a que se ponga en mi lugar y la vea, recién peinada, entre esas sencillas cosas que ahora son mías.

Me aproximo lentamente.
El viento mece con mimo las tiras de esparto de la cortina que sigue en la puerta que da al patio y el aroma del café caliente sale a mi encuentro, como lo ha hecho tantas y tantas veces.
Siempre a punto.
Todo dispuesto.
Sin adornos, ni florituras.

Me acerco a la casa y está. Austera y sencilla. Recogida y muda. Pálida y blanca. Enfadada. Oliendo a limpio y a agua clara, a jabón y a lavanda.
Pequeña y frágil.
Sola.