jueves, 23 de abril de 2009

En voz baja


Va vestida de negro, como siempre. Al menos desde que es capaz de recordar.
Está sola. Su figura, muy estropeada en los últimos meses, resalta frente a las baldosas blancas de la sala vacía. Lleva una pequeña mancha en la falda, a la altura del muslo derecho. No la había visto y le incomoda. Le molesta no haberla descubierto al vestirse, no haberse cambiado de ropa antes de salir de casa, llegar manchada a un lugar como aquel, tan blanco y tan limpio. Hace un gesto casi imperceptible y sigue callada.
Mira hacia abajo. Agacha la cabeza y cruza las manos sobre el regazo.
Lleva casi media hora sentada en el banco, en silencio. Nadie ha pasado cerca de ella en todo este tiempo. Tiene la sensación de haberse pasado la vida en medio de todos los caminos, como… por si acaso, esperando. Sólo esa sensación.
Las tardes de invierno, junto a la lumbre, su madre le contaba lo pequeña y fea que fue al nacer y lo mucho que le costó a la comadrona que rompiese a llorar, a respirar con fuerza. ¡Lo que son las cosas!, se dice. Ahora echa de menos aquellos ratos y hasta el olor de la lumbre y el de los sarmientos al arder y del tocino chisporroteando en la sartén de hierro, negra.
Ana siempre había sido una mujer justa de carnes, menuda y resignada, de pocos ruidos. Aguantó en silencio los desplantes de la vida misma y de sus gentes. Sin levantar la voz encajó las bofetadas perdidas de su madre, las burlas en el colegio y las bromas de los muchachos en el baile de las fiestas de la Virgen de Agosto. Sin oponer resistencia, mansamente, del mismo modo que la corriente del río Magro discurre junto a la Ermita del Cristo, se dejó humillar por Rosendo desde la misma noche de bodas. Con un susurro aceptó ser su novia por no llevarle la contraria, y, unas semanas más tarde, fue su mujer frente a la imagen de la patrona del pueblo y del Padre Raúl. Se hizo cargo de las manías de su esposo, de sus modos hoscos y recios, de sus ausencias frecuentes y de esos regresos suyos buscando sus oquedades y oliendo a alcohol y a esencias de mujer. Se le llenó la vida de hijos a los que parió, uno tras otro, sin un gemido y a los que sacó adelante. Los crió y se ocupó de ellos cuando estuvo casada y también cuando enviudó. Lo hizo sin aspavientos, sin una queja. Hasta que se fueron marchando de casa sin despedirse: unos muy lejos de allí y otros muy abajo.
Pero ahora es diferente. Ahora tiene miedo de no poder seguir callando y una lágrima le resbala por la mejilla, la derecha. Se pasa la mano abierta por la cara y mete sus dedos finos entre los cabellos grises y deslustrados.
Respira hondo. Tiene frío allá en medio y sola. Se encoge un poco más.
A lo lejos oye gente que se ríe de chistes que no comprende y unos pasos cansados, que suenan huecos y que se alejan.
Baja la mano y la pasa, muy abierta, por el lado derecho de su vientre, como tantas veces, sin darse cuenta.
Hace unos meses tan sólo, cuando el médico le dio el resultado de la biopsia, estuvo a punto de perder la compostura. Duró un instante. Pero supo controlarse y no levantó la voz. Se mordió con fuerza el labio inferior que comenzaba a temblarle y en una lágrima muda ahogó toda su pena.
Hoy tiene miedo. Teme no poder aguantar ahora, al final, después de todo lo que ha pasado.
Nunca había imaginado que existiese un lugar como aquel y ahí está ella, sentada en una sala de espera amplia y blanca que no consigue ocultar el pasillo que fue, casi cien años atrás. Un espacio abierto y casi vacío, sin muebles, con un cuadro de Monet lleno de puntos en los que perderse y con las ventanas altas y viejas. Entreabiertas pero que no consiguen dejar que entre la luz del día, sólo la humedad de la mañana.
Ana confía en el joven doctor Muñoz.
Cuando este le aconsejó visitar la Clínica del Dolor, lo hizo con una sonrisa que pretendía ser cálida y que le llenó toda la cara. Ella aceptó sin rechistar. Claro que tampoco había muchas más posibilidades en su situación.
Todo irá bien, seguro, se dice en voz muy baja.
Una enfermera cruza la sala de espera de uno al otro lado con una batea en las manos y se le acerca. ¿Me decía algo, señora?, le pregunta mirándole a los ojos. Ana calla y devuelve la mirada. Sonríe y hace un gesto de negación con la cabeza. Muy ligero y baja la mirada.
Sigue con las manos cruzadas, ahí, vestida de negro, en medio de la pared blanca.
Acaricia la palma de la mano derecha con la punta del pulgar de la otra mano.
Sonríe, sabe que lo va a conseguir. Será cualquier día; una mañana o quizá un atardecer.
Y se irá, como ha vivido la vida. Sin hacer ruido y en voz baja.

2 comentarios:

  1. Real como la vida misma, Antonio.
    Me gusta mucho como escribes.
    Un abrazo
    Abulafia

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  2. Abu, no puedo menos que darte las gracias una vez más por tus comentarios.
    Un abrazo

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