martes, 21 de abril de 2009

Entre las manos

Ha llovido toda la noche y Juan está cansado; un poco más de lo que viene siendo habitual para él últimamente. Anoche le costó coger el sueño y, además, tuvo que levantarse varias veces para ir al lavabo.
Después de cenar, se sentó un rato a ver la tele en el sofá de flores azules, pero nada consiguió distraerle y se fue a la cama temprano, mucho antes que otros días.
¡Total para nada!
Claro que tampoco debiera preocuparle demasiado. Juan lleva el ritmo cambiado desde que pasó lo que pasó; y de eso hace ya cerca de tres años.
De hecho, los tres en la casa llevan el ritmo cambiado desde entonces. Sagrario, su mujer desde hace más de 54 años, no duerme, dice, por los dolores de las rodillas. Unas noches por culpa de la rodilla derecha y otras por los dolores que le provoca la izquierda; y también, pese a que no lo dice, por las largas siestas de cada tarde y que no está dispuesta a dejar. Tampoco Francisco, su hijo menor, concilia el sueño por las noches debido a que se pasa el día medio dormido por las pastillas blancas que toma porque no dejaba de mover las piernas cuando se pasaba un rato sentado.
Como todos los días de fiesta, por la mañana, después de tomar un vaso de café con leche descremada y unas galletas, Juan se encierra en la cocina, a solas. Hace meses hicieron un pacto que acataron todos. Sagrario prepararía la cena, Francisco tendría a su cargo el desayuno y él, Juan, los domingos y festivos, se encargaría de fregar los platos.
Los días laborables lo hace María.
Son las 10 y media pasadas y ha dejado de llover pero Juan está torpe y lento. Más que otras veces. Hoy, nada más despertarse, al ir a levantarse, se ha mareado. Ha tenido que sentarse en la cama, en el lado derecho. Ha cogido de la mesilla el vaso que deja cada noche antes de acostarse, se ha puesto dos o tres cucharadas de azúcar, ha bebido un poco, ha cerrado los ojos un rato y ha esperado a que dejaran de darle vueltas todas las cosas del dormitorio. Juan cumplió 85 años en enero y desde los 82, al levantarse, se le va un poco la cabeza. Antes, cuando estaban todos en casa, no le pasaba.
Hoy es 14 de octubre y no se le olvida que su hijo mayor hubiera cumplido 48. Hace casi tres años que murió. Desde aquel doce de enero, Juan, después de despertarse, no sabe que hacer con su vida. Y aún menos los domingos y días de fiesta, aunque hace mucho tiempo que se jubiló.
Cada domingo, y hoy lo es, entra en la cocina, abre la ventana, entorna la puerta para que nadie le interrumpa y friega los platos de la cena y los del desayuno, que le van trayendo. El resto de los días lo hace María, la chica que cuida de los tres desde que su mujer salió del hospital por última vez, el invierno pasado. Al principio se opuso a contratarla pero Sagrario necesita unos cuidados que él no puede darle.
Antes, muchos años atrás, todo era diferente.
Desde que se casaron ella se encargó de la casa y de los hijos y él de ganar el dinero para pagar el piso, la comida, la ropa, el colegio y lo que hiciera falta.
Ahora, Juan, piensa que debería tener a sus hijos alrededor, cuidando de él. Pero lo cierto es que se pasa las mañanas enteras, sentado, callado, con los ojos entornados y la boca cerrada con fuerza esperando que llegue la hora de la comida, y las tardes pensando en la hora de cenar. Muchos días, a media tarde, después de levantarse de la siesta, se sienta junto a su esposa y se echa un sueño extra en el sofá, acurrucado y de lado, para que el día se acorte.
Así, menos los días de fiesta por la mañana.
Hoy, por ejemplo, ha lavado el mismo plato tres veces seguidas y ni siquiera se ha inmutado. Puede que ni se haya dado cuenta.
Levanta el plato por un lado, cierra el grifo, lo pone a escurrir, apoya las manos mojadas en la pila y mira por la ventana que da al patio interior.
La vecina de enfrente ha puesto plásticos encima de la ropa tendida pero ya no llueve ni tampoco entra el sol por la claraboya del edificio de 15 plantas.
Permanece así un rato en el que parece que nada ha pasado y abre, de nuevo, el grifo, coge otro de los platos ya secos y vuelve a pasarle el estropajo verde con un chorro de lavavajillas al limón.
Su mujer le llama desde el comedor pero no responde. La imagina sentada, esperando que él llegue. No hace caso y sonríe como un niño al escuchar como ella se enfurruña y le llama viejo y chocho, por no querer reconocer que está quedándose sordo.
Hoy es catorce de octubre y Juan no tiene prisa en acabar.
Sabe muy bien que cuando termine de arreglar la cocina se sentará, otra vez, en el sofá de flores azules del comedor. Hoy, lo sabe bien, su hijo mayor no vendrá a recoger el regalo de cumpleaños, ni le contará sus problemas con la nuera, ni dirá que viene a echarles un vistazo y ver como se encuentran, ni se irá al poco de llegar después de tomarse un cortadito.
Siente frío, como si estuviese lloviendo todavía, y una presión en la boca del estómago que casi no de deja respirar.
Debería quitarse la bata de estar por casa, el pijama, y vestirse de domingo, pero no tiene ganas y se queda muy quieto en la cocina, junto a la pila de piedra blanca, con un plato entre las manos y mirando por la ventana del patio de luces.
Es curioso como pasan los años, piensa, mientras sacude la mano derecha al sentir como se le agarrotan los dedos índice y pulgar.
Resopla.
Deja el plato en el fondo de la pila y mira sus manos.
Y cierra los ojos suavemente.
Y escucha unas risas alrededor que cree conocer muy bien pese a los años que han pasado. Y, entonces, nota como si unas manos menudas y ágiles le agarran por la pernera del pantalón del pijama y tiran de él hacia el pasillo de la casa, camino del comedor…

3 comentarios:

  1. Hey, que sepas que ya te he enlazado en mi blog y que soy tu primer seguidor!!!

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  2. Maravilloso escrito Antonio de Valencia.
    Strawberry Roan, yo lo hice antes "aenlazar el blog" :).
    Salutacions
    Abulafia

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