jueves, 8 de julio de 2010

Dos

Martina abre la nevera y saca un par de huevos. De los morenos, de los que compró unos días antes en la parada del mercado central. Donde siempre.

Los sospesa y los deja sobre el mármol blanco de la cocina.

Se vuelve y cierra la puerta del frigorífico.

Permanece, así, quieta, durante un buen rato; como mirando a través de la ventana que da al patio de luces. Pero sin fijar la mirada, sin ver.


Después, acerca la silla que utiliza a veces para cocinar y se sienta. Pone sus manos sobre el regazo, respira hondo y cierra los ojos.


Está cansada.



No podría precisar cuánto tiempo ha permanecido en esa posición: sentada en silencio, sin moverse, con las manos apoyadas sobre los muslos. En realidad le da lo mismo, prefiere no pensar en nada. Aunque, a decir verdad, siempre le ha resultado difícil dejar la mente en blanco, desde niña. Es su forma de ser, darle vueltas a las cosas una y mil veces.



Empuja la silla hacia atrás y se levanta.


Siente frío.

No ha tomado nada desde la tarde anterior, y de eso hace más de veinticuatro horas. Para desayunar, hoy intentó tomarse un vaso de leche tibia, pero no pudo. Sólo bebió dos sorbos, lo suficiente para tragarse las pastillas de la tensión y la aspirina.


Suspira.


Saca un plato hondo del armario de arriba y lo pone junto a los huevos.

Luego abre el cajón de los cubiertos y ordenadamente dispone un tenedor, un cuchillo y unas pequeñas patatas que ha cogido del verdulero.


No, hoy no podría comerse una tortilla de patatas para cenar. No tiene apetito. A media tarde se hizo una manzanilla con unas gotitas de limón. Claro que si él estuviese aquí, habría insistido y ella, como casi siempre, hubiese cedido. Aunque fuera para que la dejase en paz. Él había sido un hombre de carácter.


Pero no está.


A su esposo le gustaba mucho la tortilla de patatas. Como ella la hacía.


Primero ponía la sartén al fuego y cuando el aceite estaba bien caliente echaba las patatas cortadas muy finas. Después, antes de que se dorasen, las sacaba con cuidado con la espumadera, los pasaba por papel absorbente y las echaba en un plato con los huevos bien batidos, un poco de leche y una pizca de pimienta blanca. Luego lo apretaba todo, lo machacaba bien y lo dejaba en reposo durante un rato, para que las patatas se embebieran. Retiraba casi todo el aceite de la sartén y volvía a ponerla al fuego, con unas gotas de aceite, y vertía la mezcla con suavidad.

Cuando cuajaba le daba la vuelta y lo sacaba.


Pero Martina no tiene hambre hoy.


Guarda las patatas y casca los huevos.


Cuando anda con el estómago revuelto, nada le sienta mejor que una tortilla a la francesa poco hecha, con una punta de pan recién traído del horno.


Pausadamente remueve las claras, pincha las yemas con las púas del tenedor y les echa una poco de sal. Luego, bate los huevos. Una, dos, siete veces, catorce, casi de forma automática, inconscientemente, con ritmo, con tanta fuerza, con tanta rabia contenida que resulta inevitable que algo se derrame sobre el mármol blanco de la cocina.


Se enfada.

Con ella misma.

Musita en voz baja, inaudible.

Frunce el ceño y todo el rostro se le repliega hacia los labios.


No quiere llorar.


Se limpia las manos con un paño que tiene colgado junto al papel de cocina y se pasa el brazo por la cara.


Está destemplada.

Se estira la bata y vuelve a hacerse el nudo con una lazada simple.


Durante los últimos meses todo había ido a peor. Ella y Florián, su esposo, se pasaban el día discutiendo por cualquier cosa, como críos mal educados. No aguantaba más. De hecho, justo antes de que viniesen a buscarle, acababan de tener una discusión por una tontería que ahora, sola en la cocina, era incapaz de recordar.


¡Y ya ves! Daría cualquier cosa por tenerle delante, mirándola hacer la torilla. O, si acaso, porque la estuviera sentado en el sillón del comedor, sin hacer nada, esperando que ella le llevase la cena en una bandeja.


Pero no está.

Se lo llevaron por la tarde.

Martina no tuvo elección.

Aún así, cincuenta años juntos son muchos años, muchas cosas.


Siempre los dos, los dos solos.


¡Siempre había deseado ser madre!

Él no tuvo la culpa.

Nadie la tuvo.

Tampoco ella.


Es normal sentir la ausencia y ese silencio que lo llena todo, la casa entera. Sólo se escucha el chisporroteo del huevo cuajándose en el aceite hirviendo.


Apaga el fuego.


Atrapa una lágrima con la punta del pulgar.

Mira hacia fuera, a través de la ventana de la cocina que da al patio interior.


¿Hasta cuando?