lunes, 9 de agosto de 2010

Vigilante




Vigilante, ¿qué me cuentas de la noche?, leyó en voz alta con la misma expresión altiva de siempre, como solía hacerlo. Después se quedó absorta un instante y más tarde se giró hacia la ventana y miró hacia la calle con detenimiento. No, no había nadie caminando a aquellas horas, cerca de la casa.


Suspiró.


Suspiró y cerró El bosque de la noche, el libro de Djuna Barnes que yo le había regalado unos años atrás. ¡Al fin se había decidido a leerlo!

Se echó un poco para atrás y lo mantuvo apretado con fuerza en su regazo cuando fue a sentarse en mi sillón de lectura.
¡Que hermosa estaba ella aquella noche! No pude resistirme. Me acerqué por detrás, con mucho sigilo y llegué a estar tan cerca de Ruth que apoyé mi barbilla en el respaldo del que, hasta esa misma noche, había sido mi exclusivo territorio.
Ella no me vio. Ni siquiera notó el aroma del perfume que me había puesto antes de salir en su busca. Como solía ocurrir, tampoco esa noche advirtió mi presencia junto a ella... Aún así, a pesar de todo... jamás, hasta esa velada de septiembre, habíamos llegado a estar tan próximos, el uno del otro... A esa circunstancia atribuí el movimiento indolente de su cabeza al acercarme a ella y el hecho mismo de que cerrase los ojos de aquella manera... tan…
Volvió a suspirar y, entre sus labios ligeramente abiertos, vi reflejado en el espejo dorado de la chimenea el brillo húmedo de la punta de su lengua. ¡Cuantas veces ansié rozarla con la punta de la mía y entretenerme, y jugar, y saborearla sin prisas! Nunca antes había notado la tibieza de su espalda en mi pecho como en aquella noche extraña de finales de verano... Ni tampoco el cálido aliento de su boca en mi cara al inclinarme hacia su rostro... Ni la suavidad de sus carnes prietas entre mis brazos, ni el olor embriagante de su piel...


Suspiré.

A lo lejos, el sonido metálico de un rayo en medio de la tormenta hizo que ella se levantase y fuese hasta la ventana de nuevo. Descorrió levemente el visillo de lino y buscó en la calle como lo había hecho unos pocos minutos antes.
No había nadie.

Durante un buen rato la estuve observando sin moverme.
Dejé que retrocediese y fue entonces cuando me puse delante de ella, a unos milímetros escasos de sus pechos tersos, de sus caderas generosas...
Di un paso más... y otro...

¡Dios, que hermosa estaba ella aquella noche de septiembre…!


¡Ahora que ya no soy... puedo acercarme a mi esposa sin que ella me rechace!

jueves, 8 de julio de 2010

Dos

Martina abre la nevera y saca un par de huevos. De los morenos, de los que compró unos días antes en la parada del mercado central. Donde siempre.

Los sospesa y los deja sobre el mármol blanco de la cocina.

Se vuelve y cierra la puerta del frigorífico.

Permanece, así, quieta, durante un buen rato; como mirando a través de la ventana que da al patio de luces. Pero sin fijar la mirada, sin ver.


Después, acerca la silla que utiliza a veces para cocinar y se sienta. Pone sus manos sobre el regazo, respira hondo y cierra los ojos.


Está cansada.



No podría precisar cuánto tiempo ha permanecido en esa posición: sentada en silencio, sin moverse, con las manos apoyadas sobre los muslos. En realidad le da lo mismo, prefiere no pensar en nada. Aunque, a decir verdad, siempre le ha resultado difícil dejar la mente en blanco, desde niña. Es su forma de ser, darle vueltas a las cosas una y mil veces.



Empuja la silla hacia atrás y se levanta.


Siente frío.

No ha tomado nada desde la tarde anterior, y de eso hace más de veinticuatro horas. Para desayunar, hoy intentó tomarse un vaso de leche tibia, pero no pudo. Sólo bebió dos sorbos, lo suficiente para tragarse las pastillas de la tensión y la aspirina.


Suspira.


Saca un plato hondo del armario de arriba y lo pone junto a los huevos.

Luego abre el cajón de los cubiertos y ordenadamente dispone un tenedor, un cuchillo y unas pequeñas patatas que ha cogido del verdulero.


No, hoy no podría comerse una tortilla de patatas para cenar. No tiene apetito. A media tarde se hizo una manzanilla con unas gotitas de limón. Claro que si él estuviese aquí, habría insistido y ella, como casi siempre, hubiese cedido. Aunque fuera para que la dejase en paz. Él había sido un hombre de carácter.


Pero no está.


A su esposo le gustaba mucho la tortilla de patatas. Como ella la hacía.


Primero ponía la sartén al fuego y cuando el aceite estaba bien caliente echaba las patatas cortadas muy finas. Después, antes de que se dorasen, las sacaba con cuidado con la espumadera, los pasaba por papel absorbente y las echaba en un plato con los huevos bien batidos, un poco de leche y una pizca de pimienta blanca. Luego lo apretaba todo, lo machacaba bien y lo dejaba en reposo durante un rato, para que las patatas se embebieran. Retiraba casi todo el aceite de la sartén y volvía a ponerla al fuego, con unas gotas de aceite, y vertía la mezcla con suavidad.

Cuando cuajaba le daba la vuelta y lo sacaba.


Pero Martina no tiene hambre hoy.


Guarda las patatas y casca los huevos.


Cuando anda con el estómago revuelto, nada le sienta mejor que una tortilla a la francesa poco hecha, con una punta de pan recién traído del horno.


Pausadamente remueve las claras, pincha las yemas con las púas del tenedor y les echa una poco de sal. Luego, bate los huevos. Una, dos, siete veces, catorce, casi de forma automática, inconscientemente, con ritmo, con tanta fuerza, con tanta rabia contenida que resulta inevitable que algo se derrame sobre el mármol blanco de la cocina.


Se enfada.

Con ella misma.

Musita en voz baja, inaudible.

Frunce el ceño y todo el rostro se le repliega hacia los labios.


No quiere llorar.


Se limpia las manos con un paño que tiene colgado junto al papel de cocina y se pasa el brazo por la cara.


Está destemplada.

Se estira la bata y vuelve a hacerse el nudo con una lazada simple.


Durante los últimos meses todo había ido a peor. Ella y Florián, su esposo, se pasaban el día discutiendo por cualquier cosa, como críos mal educados. No aguantaba más. De hecho, justo antes de que viniesen a buscarle, acababan de tener una discusión por una tontería que ahora, sola en la cocina, era incapaz de recordar.


¡Y ya ves! Daría cualquier cosa por tenerle delante, mirándola hacer la torilla. O, si acaso, porque la estuviera sentado en el sillón del comedor, sin hacer nada, esperando que ella le llevase la cena en una bandeja.


Pero no está.

Se lo llevaron por la tarde.

Martina no tuvo elección.

Aún así, cincuenta años juntos son muchos años, muchas cosas.


Siempre los dos, los dos solos.


¡Siempre había deseado ser madre!

Él no tuvo la culpa.

Nadie la tuvo.

Tampoco ella.


Es normal sentir la ausencia y ese silencio que lo llena todo, la casa entera. Sólo se escucha el chisporroteo del huevo cuajándose en el aceite hirviendo.


Apaga el fuego.


Atrapa una lágrima con la punta del pulgar.

Mira hacia fuera, a través de la ventana de la cocina que da al patio interior.


¿Hasta cuando?

lunes, 8 de marzo de 2010

historia del chico grande


Dicen que un día se perdió un niño en el cuerpo de un hombre. Pero él no se enteró. No se había enterado cuando ocurrió ni tampoco cuando decidió adentrarse en el bosque para cazar.
Por el camino la gente le miraba con respeto, casi con miedo y él se iba creciendo y creciendo a través de los ojos de los demás, que veía al pasar.
-No tengo miedo a nada- se dijo.
Y siguió adelante con paso firme.

Unos poco más allá, el cielo se cubrió de negras nubes y comenzó a llover y a tronar. Pero el chico, perdido dentro del cuerpo del hombre, observando como salían corriendo a su paso los animalillos del bosque, no tuvo miedo y siguió adentrándose en el bosque.

De pronto descubrió un claro a lo lejos y en él una frágil gacela que le observaba muy quieta, para no llamar su atención. El niño se fue acercando y cuando consideró que la tenía a tiro, preparó el arco. Lo tensó y apuntó al animal. Extendió sus fuertes brazos y aseguró su blanco. Al dar el último paso, vio su imagen reflejada en una cortina de agua que bajaba como una cascada, por un ribazo próximo y se asustó al ver un hombre tan corpulento cerca de él y con un arco entre las manos.
Del sobresalto se le disparó el arco y la gacela escapó.

jueves, 11 de febrero de 2010

Negro

Hubiese dicho, hace tan solo un instante, que había oído el ahogado llanto de una mujer que me era familiar. Incluso podría atreverme a decir que oí el ruido de las ruedas de un coche grande frenando sobre la grava y después el lento caminar pesado de unos pasos recios.
Ahora no oigo nada y todo permanece oscuro y en silencio.
Ni veo, ni oigo. Ni siquiera noto el dolor punzante de los últimos días, o semanas, o meses; un dolor intenso y punzante que me atravesaba el pecho desde atrás hasta la base de la garganta y me quebraba las fuerzas y las ganas de seguir adelante.
Ahora sólo siento frío. Frío y quietud.

Me esfuerzo y esa voz familiar resuena en mi interior enturbiada por el eco de la noche que me envuelve. Recuerdo los labios gruesos de mi esposa. Recuerdo besarlos y acariciar su rostro y perderme en sus ojos almendrados y azules pero no consigo evocar la imagen nítida de su cara. Es como si hubiese un velo extendido entre nosotros.

Todo a mí alrededor está negro. ¡Negro y frío!
El frío me persigue. Me persigue y me atrapa. Y desde el pecho inmóvil se me arrastra por el cuerpo.

Sí, la mujer que plañía es mi esposa. Ahora lo sé. Ahora viene a mi memoria su llanto desgarrado y, sin embargo, tanta amargura no consigue entristecerme. No me inmuta.

Un golpe seco y áspero rompe el silencio y me sacude y me abate. Me ahonda en lo más profundo. Y huelo a madera húmeda y a tierra removida.
Un golpe más que se deshace y repiquetea en mil pedazos encima de mí.
Y luego otro; y otro más.

Siento miedo.
Y tenerlo me horroriza.
Me conmueve.

En el negro silencio de la noche helada, noto como la yema de los dedos de mi mano izquierda comienzan a quemarme. Y hasta podría jurar que se han movido, libremente.
Y respiro...
Y me duele…
¿Y si aún no hubiese muerto?

jueves, 4 de febrero de 2010

Me acuerdo de aquellas tardes de parchís

1
Me acuerdo de las tardes de parchís después de la siesta.

2
Me acuerdo del sabor de la masa del panquemao que comíamos a escondidas, antes de meterla en el horno para cocerla en vísperas de la Pascua.

3
Me acuerdo de llevar cada tarde, antes de cenar, el saquillo del pan con una nota dentro donde mi madre escribía lo que queríamos para el día siguiente.

4
Me acuerdo del olor de los jazmines al atardecer.

5
Me acuerdo de mi padre recorriendo el pasillo de casa metiendo primera, y segunda, y también los intermitentes antes de meterse en alguna de las habitaciones.

6
Me acuerdo de haber visto Doctor Zhivago uno de aquellos veranos. Recuerdo una calle blanca y ancha, hombres a caballo y a pie y una carga y unas gafas metálicas que caían al suelo de improviso.

7
Me acuerdo de mis espardeñas de careta, con la suela de esparto.

8
Me acuerdo de aquella señora con el pelo gris recogido en un moño y vestida de negro que se ponía en la plaza de la Iglesia de Torrente para vender helados de mantecado. Recuerdo verla junto a su heladora cilíndrica de pie, con un pañuelo al cuello a modo de pañoleta.

9
Me acuerdo de las horas de sol después de comer.

10
Me acuerdo de su madre, la señora Pilar. Tenía un genio terrible. Trataba a trompicones a su marido, un hombre tímido, bajito y muy, muy delgado. Decían que Pili era como su madre, pero yo no les creí.

11
Me acuerdo del sabor de la zarza fría.

12
Me acuerdo del SEAT 850, blanco, de cuatro puertas, que había comprado mi padre al sacarse el carne de conducir después de no sé cuantas veces.

13
Me acuerdo de ver llegar a los torrentinos hasta el Pantano con sus motos trucadas y llevarse a las chicas de nuestra pandilla.

14
Me acuerdo de las colas para recoger el pan por las mañanas.

15
Me acuerdo de las cenas de ‘sobaquillo’ en casa de los amigos.

16
Me acuerdo del tocadiscos gris y blanco que mi madre le compró a mi padre para ayudarle a superar la muerte de su madre, mi abuela.

17
Me acuerdo de los cines que ponían 3 películas cada tarde, como El Mundial o el Iberia.

18
Me acuerdo de que, algunas veces, el verano se me hacía demasiado largo en el Pantano.

19
Me acuerdo de que tenía una camisa favorita que llevaba a todas partes, pero no soy capaz de recordar su color.

20
Me acuerdo del olor de la leche merengada al hervir.

21
Me acuerdo del cerezo que había en la parte de atrás del chalet, cuando lo compramos. Era muy grande y la primera vez que lo vimos, estaba repleto de flores. Unos años más tarde, se secó.

22
Me acuerdo de que vi ‘Verano del 42’ y de que me gustó.

23
Me acuerdo de que hubo muchas películas interrumpidas por gente entrando en casa a cualquier hora de la tarde y de la noche; y de la televisión en blanco y negro.

24
Me acuerdo del olor a pólvora después de la mascletá.

25
Me acuerdo del bocadillo de tortilla de patatas y del blanco y negro.

26
Me acuerdo de que no me dejaban poner música en Semana Santa; hasta que descubrí la música clásica.

27
Me acuerdo de María José y del verano que pasó con la pierna “en alto” encima de un taburete porque se había roto la tibia y el peroné paseando un día por Cuenca. ¡Cómo me recordaba a la Olivia Hussey del “Romeo y Julieta” de Zeffirelli!

28
Me acuerdo de las tardes que pasaba con Pili hablando sobre la presa del seco pantano y de su pelo castaño claro moviéndose al viento, y de la forma que tenía de reírse.

29
Me acuerdo de la moda de los zapatos castellanos, de los Lacoste y de los vaqueros Levis que me negué a llevar entonces.

30
Me acuerdo del grupo “alternativo” que formábamos Pili, África, Carmen, Rafa…

31
Me acuerdo del Aula 7 y de otros cines de ‘Arte y ensayo’ que nos dejaban ver algunas cosas interesantes muy de vez en cuando.

32
Me acuerdo de que un año, mi madre fue Clavariesa de la Virgen de los Desamparados en las fiestas de agosto. Y de que lo pasamos todos muy bien.

33
Me acuerdo de la silla de madera pintada de azul, con el asiento de cuerda trenzada, en la que me gustaba sentarme por las noches con el respaldo apoyado en la pared y las patas de delante al aire.

34
Me acuerdo de cosas que no podía recordar. Dicen que es cosa de la edad, pero no de cual. Sea la que sea esa edad creo que ya he entrado en ella; y me alegro.

35
Me acuerdo de Mari Nieves, la novieta de entonces de mi hermano Carlos. El 5 de agosto celebrábamos su santo: la Virgen de las Nieves.

36
Me acuerdo de ir a Torrente caminando alguna tarde. Los 3 kilómetros de la vuelta los hacíamos en el coche de mi padre o en algún otro de los vecinos que volvían de Valencia.

37
Me acuerdo de la primera máquina de escribir que tuve. Era una Antares azul y la compartí con mi hermano.

38
Me acuerdo de las fiestas de agosto y de las verbenas. Nunca me gustó bailar. A Pili sí. De todos modos, sé que se lío con el cantante del conjunto que vino a tocar aquel verano, sólo para darme celos. Y que luego se dejó llevar; y de que después ya no hubo remedio para ninguno de los tres.

39
Me acuerdo de las paellas de los domingos y del ir y venir con el pollo, el conejo, el plato del tomate y las verduras. Y también, del vasito de vino con gaseosa, que bebía mi padre mientras hervía el arroz.

40
Me acuerdo de que en verano algunos no tienen prisa y se dedican a hablar casi de cualquier cosa, sin que importe el motivo ni el tiempo.

41
Me acuerdo de la señora Rosario caminando lentamente por la acera de su chalet, con el andador que le regaló su nieto.

42
Me acuerdo del ambiente sosegado de las tardes de verano en un lugar como aquel.

43
Me acuerdo del perro blanco y negro, al que llamábamos Boby, y que nos seguía por todas partes. Recuerdo que una mañana apareció envenenado.

44
Me acuerdo de que estuvieron de moda los pantalones vaqueros como manchados por lejía y los zapatos de tacón para los chicos.

45
Me acuerdo de los bikinis que llevaban las dos piezas unidas con ganchillo a “sugerencia” del capellán.

46
Me acuerdo de mi tía, la monja, que venía a pasar algunos veranos con nosotros y de la primera vez que se metió en la piscina. Lo hizo de noche y a escondidas, llevaba la ropa interior, el viso puesto y la cabeza cubierta con una toca que le tapaba el pelo y la mitad de las orejas. Recuerdo cuando dimos con ella. Se quedó un buen rato dentro del agua, sin atreverse a salir, porque le daba vergüenza. Me acuerdo de oírla gritar y reírse a la vez.

47
Me acuerdo de los campos de algarrobos retorcidos a la entrada del Pantano.

48
Me acuerdo de la Nit d’Albaes yendo de casa en casa escuchando la letra de las canciones, a la espera de que nos sacaran algo para comer de madrugada.

49
Me acuerdo del cuadro al óleo que pinté de Pili sentada en el suelo, con las piernas cruzadas y la melena al viento. No le pinté la cara; no supe hacerlo o no quise intentarlo y después, con el tiempo y los recuerdos borrosos, me alegré de no haberlo hecho.

sábado, 9 de enero de 2010

El año por delante

Cuando estamos obsesionados con algo, o con alguien, lo vemos a todas horas y en cualquier parte. Me pasó cuando hice la mili y cuando mi mujer se quedó embarazada. Desde hace un tiempo, en cada una de las muchachas con la que me cruzo la veo a ella. Y es que desde que nos fuimos, el uno del otro, no doy un solo paso sin tener a mi hija delante. Menos, curiosamente, el día que nos vimos de verdad; aquella tarde, miré en sus ojos grises y no la reconocí. ¡Claro que no sé de qué me sorprendo! Muchas mañanas no soy capaz de verme en el hombre que me mira desde el espejo del cuarto de baño, al afeitarme.
Este año que comienza será diferente. Seguro. Tenemos doce meses por delante; casi doce.