viernes, 27 de marzo de 2009

Espejos

Llueve.
El agua golpea con fuerza los cristales del tragaluz del cuarto de baño.
Leonor se acerca al balcón del comedor y mira hacia la calle. Gentes desconocidas se mueven de un lado para otro sin ni siquiera mirarse. El quiosco de la esquina ha cerrado antes que otros días. El viento balancea las viejas palmeras de la plaza. La ventana de la cocina se cierra con estrépito en el mismo instante en el que la puerta de la calle se abre.
Él entra y Leonor acude a recibirle.
“¿Qué te ocurre, dime?” pregunta la mujer al verle llegar tan temprano.
La ventana de la cocina golpea de nuevo y Leonor se apresta a cerrarla. Regresa al salón. Él no se ha movido. Sigue sentado con su cartera nueva de cuero negro a su lado, junto al sofá, en el suelo.
“¡Háblame, dime lo que sucede!”, ella insiste.
El hombre se levanta y se acerca al balcón. Mira a través de los cristales. “¡Llueve!”, comenta con sorpresa.
“Desde hace rato. ¿No te habías dado cuenta? ¿Dónde te has metido con esta lluvia?”.
“En el metro. Pero no llovía. Iba caminando y decidí acercarme a la editorial dando un pequeño paseo. Lucía el sol. De repente, me sentí muy cansado y cogí el metro. No suelo hacerlo pero hoy lo hice, aunque no sé muy bien por qué. Había demasiada gente entrando y saliendo de un lado para otro sin apenas fijarse en quién tenía al lado. Al llegar a la parada de Diagonal me empujaron hasta el fondo del vagón. Entonces sentí su mirada fija en mí, incluso mucho antes de verle. Me volví ante la sensación de sentirme observado y ahí estaba, contemplándome con sorpresa. Debo admitir que me incomodó aquella insistencia. Me molesta que me miren de ese modo y él no dejaba de hacerlo. Sus ojos me recorrían sin disimulo y se iban deteniendo, curiosos, en cada detalle: en los dedos de mis manos, en el bajo de los pantalones, en el cuello de mi camisa nueva, en mi cartera, en mis ojos.
No lo reconocí, y sabes que nunca olvido una cara. Sin embargo, había algo en su mirada, en ese modo de fijarse en mí que me era terriblemente familiar. Esos ojos, entre grises y azules, como los míos, no dejaban de observarme cansinamente y conforme iba pasando el tiempo le iba sintiendo más y más cercano, sin saber el motivo o la razón. Parecía cansado, llevaba un asomo de barba, como si no se hubiese afeitado en dos o tres días, y el pelo muy descuidado. Su ropa estaba arrugada, el bajo de los pantalones deshilachado y roto, y el cuello de la camisa muy gastado por el roce.
La gente seguía entrando y saliendo en cada parada y él permanecía quieto sin dejar de observarme. Me hubiese gustado comportarme de otro modo pero tampoco yo podía dejar de mirarle a él. Aunque te cueste creerlo, allí estábamos los dos entre la gente, mirándonos en silencio como dos idiotas. En ese momento olvidé lo que me llevó a meterme en el metro y hasta el número y la calle de la pequeña editorial a la había decidido llevar mi libro... Sólo estaba él, sólo pensaba en él; en él y en mí; en los dos a la vez. Súbitamente me sentí necesitado de su presencia callada, de su tibia ternura junto a mí. Y sucedió, de repente. Me vi mirándome al espejo como lo hacía cada mañana antes de salir de casa o cada noche, antes de acostarme. Y fue entonces cuando me reconocí en él y bajé mis ojos hasta su mano. Sus dedos delgados, pero firmes, se aferraban a una cartera de cuero negro muy pelada por el uso. Intenté aproximarme a él pero las gentes que entraban y salían no me dejaron hacerlo. El tren se detuvo, la puerta se abrió y otras gentes, también extrañas, nos volvieron a separar. Sonó la alarma, las puertas se cerraron, el tren volvió a ponerse en marcha y un niño con una camiseta roja se balanceó y me manchó la camisa con su helado. Le busqué dentro del vagón pero no estaba. Miré hacia atrás y le vi parado en el andén. Quieto. En la misma parada de Diagonal. Mirando como me alejaba”
Leonor se levanta y, en silencio, comienza a desabrocharle la camisa manchada de chocolate.
“Al despedirnos, al mirarme por última vez, sonrió y sacó de aquella vieja cartera negra que llevaba entre las manos unos papeles amarillentos y gastados. El tren siguió su marcha y él se puso a caminar hacia la salida, con pasos cada vez más firmes. Me senté en el vagón vacío, abrí mi cartera y comencé a leer el manuscrito que llevaba al editor”
Deja de llover.
Él se levanta y se dirige al lavabo.
Se lava las manos.
Se mira en el espejo.

jueves, 26 de marzo de 2009

Mi primer saludo

Mi primer saludo y recuerdo hoy quiero que sea para una persona que me ha estado insistiendo para que llegase este día. Abulafia, gracias por insistir, por no dejar de hacerlo y por ser como eres.