jueves, 11 de febrero de 2010

Negro

Hubiese dicho, hace tan solo un instante, que había oído el ahogado llanto de una mujer que me era familiar. Incluso podría atreverme a decir que oí el ruido de las ruedas de un coche grande frenando sobre la grava y después el lento caminar pesado de unos pasos recios.
Ahora no oigo nada y todo permanece oscuro y en silencio.
Ni veo, ni oigo. Ni siquiera noto el dolor punzante de los últimos días, o semanas, o meses; un dolor intenso y punzante que me atravesaba el pecho desde atrás hasta la base de la garganta y me quebraba las fuerzas y las ganas de seguir adelante.
Ahora sólo siento frío. Frío y quietud.

Me esfuerzo y esa voz familiar resuena en mi interior enturbiada por el eco de la noche que me envuelve. Recuerdo los labios gruesos de mi esposa. Recuerdo besarlos y acariciar su rostro y perderme en sus ojos almendrados y azules pero no consigo evocar la imagen nítida de su cara. Es como si hubiese un velo extendido entre nosotros.

Todo a mí alrededor está negro. ¡Negro y frío!
El frío me persigue. Me persigue y me atrapa. Y desde el pecho inmóvil se me arrastra por el cuerpo.

Sí, la mujer que plañía es mi esposa. Ahora lo sé. Ahora viene a mi memoria su llanto desgarrado y, sin embargo, tanta amargura no consigue entristecerme. No me inmuta.

Un golpe seco y áspero rompe el silencio y me sacude y me abate. Me ahonda en lo más profundo. Y huelo a madera húmeda y a tierra removida.
Un golpe más que se deshace y repiquetea en mil pedazos encima de mí.
Y luego otro; y otro más.

Siento miedo.
Y tenerlo me horroriza.
Me conmueve.

En el negro silencio de la noche helada, noto como la yema de los dedos de mi mano izquierda comienzan a quemarme. Y hasta podría jurar que se han movido, libremente.
Y respiro...
Y me duele…
¿Y si aún no hubiese muerto?

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